Por: César Delgado-Guembes
Facebook, 9 de octubre de 2019
No obstante la exposición a la que cualquier mortal se somete por expresar un punto de vista personal, en medio de la aún tensa y crispada atmósfera, pasada ya algo más de una semana espero que el atrevimiento en que incurro me genere menos increpancias o insultos de quienes luego de leerme vean en mis reflexiones algún tipo de amenaza a sus creencias, opiniones o convicciones. Los pensamientos que comparto tienen el propósito de ayudar a esclarecer lo ocurrido en el Perú, sin ánimo alguno de ofender ni de maltratar, como tampoco de favorecer ni de denigrar a persona ni agrupación política alguna.
Lo hago, aunque ya resulta algo extemporáneo, porque puede aún resultar útil aportar algunos razonamientos en relación con los recientes usos de la cuestión de confianza, en supuestos diversos a los de la investidura.
La experiencia por la que aún atravesamos, a mi juicio, ha revelado que se ha manejado mal el régimen político en relación al uso de la cuestión de confianza y, peor aún a la conceptuación que ha recibido de manera singular en alguno de nuestros colegas en la rama del derecho constitucional.
Según comprendo esta institución y según la experiencia me lo ha enseñado en el curso de los años, ha habido muy mal uso de la cuestión de confianza en relación con su uso para proyectos de reforma constitucional, como también respecto del uso de la interrupción de un proceso constitucional en el que el único e indelegable titular era el Congreso de la República.
Debido, tanto al mal manejo de una sesión en la que se permitió la injerencia indebida del Presidente del Consejo de Ministros al supuesto amparo del Artículo 129 de la Constitución, como a la injustificada e improcedente pretensión del propio Presidente del Consejo de Ministros de plantear una cuestión de confianza respecto de una materia en la que el poder ejecutivo no tenía competencia constitucional ninguna, no se supo declarar improcedente (o inadmisible) ese extremo de la cuestión de confianza, lo que, de haber ocurrido, no habría supuesto presumir por el gobierno que no se le hubiera otorgado, porque la negación de confianza tiene lugar sola y únicamente cuando, valorado el fondo del asunto, éste se desaprueba o se rechaza de manera consciente, explícita y expresa (la cuestión de confianza no se presume ni puede imputarse tácitamente por el sujeto cuya pretensión es objeto de control por la instancia a cargo o titular del otorgamiento de la confianza).
Que el Congreso haya continuado con el proceso de elección de los magistrados del TC, por esta razón, no amerita el que, algunos, consideran ingenioso uso de la calificación de los hechos como una “denegación fáctica”. La intromisión del Presidente del Consejo de Ministros no fue un acto constitucionalmente válido, independientemente del coraje que pueda reconocérsele a Salvador del Solar de haber actuado con una fuerza moral de la que carecía la mayoría de la representación parlamentaria que, además, estaba sumergida en impericias de toda especie.
Si como erróneamente pretendió el gobierno, resulta inválida o constitucionalmente inaceptable la calificación de la cuestión de confianza como rechazada, queda por ver cómo sí podría habérsele denegado, válidamente, esa cuestión respecto del extremo que sí era procedente, una vez descartada la teoría de la “denegación fáctica” sobre una materia que no podía ser objeto de cuestión de confianza.
Ese otro extremo era, no la votación formal sobre si se le daba la confianza en el vacío formal de la votación, e independientemente de la materia sobre la que pedía aprobación parlamentaria, sino la votación expresa del proyecto de ley con el cual se aprobaba la modificación del artículo 8 de la ley orgánica del Tribunal Constitucional.
En buena cuenta, sólo si ese proyecto hubiera sido rechazado habría resultado constitucionalmente amparable calificar como denegada la cuestión de confianza y amparada la potestad del Presidente de la República para disolver el Congreso.
En resumen, el extremo de la cuestión de confianza sobre la interrupción del proceso de elección de los magistrados del TC era improcedente y por lo tanto la invocada “denegación fáctica” no tiene amparo constitucional.
Y el extremo de la cuestión de confianza sobre la aprobación del artículo 8 de la ley orgánica del TC nunca se votó, por lo que, en consecuencia, la votación con la que supuestamente se aprobó la cuestión de confianza carecía de materialidad bastante, y se requería que, para consultar si el Congreso aprobaba o no aprobaba la cuestión de confianza lo que debió hacerse en el Congreso fue poner al voto, no el gesto vacío de una formalidad privada del contenido referido por el presidente del consejo de ministros, sino el texto mismo del proyecto del poder ejecutivo.
Si el proyecto hubiera sido rechazado por el Congreso la cuestión de confianza sería rechazada sin duda alguna. Pero, si se aprobaba el proyecto en el texto del poder ejecutivo la cuestión de confianza habría sido aprobada y no habría existido ningún mérito ni argumento para hablar de denegación, ni para disolver el Congreso…
Como se podrá advertir, más son los errores de comprensión lectora de nuestros operadores del régimen parlamentario y representativo, que lo que, con encomiable y religiosa convicción, siguen repitiendo quienes, desde una percepción lejana de la realidad parlamentaria afirman como verdades absolutas e incontrovertibles algunos colegas acostumbrados a la tribuna de la defensa de causas distintas a las que se desarrollan en la experiencia representativa de nuestro régimen político…
Esta experiencia permite enseñar que los manejos apresurados u osados son malos. La situación en que nos encontramos ha dejado muchas más dudas que soluciones. Por eso es que el país queda, una vez más dividido, debido a la inexperiencia, al nerviosismo.
Las tretas políticas siempre resultan desaconsejables. La ingeniosidad en que ha apoyado el Presidente de la República la disolución no es un recurso constitucionalmente limpio. Por eso es de dudosa constitucionalidad la invocación del segundo rechazo de cuestión de confianza.
Si acaso el Tribunal Constitucional se abocara a esta cuestión deberá perfilar mejor los supuestos y los requisitos de lo que en medio de la confrontación política ha resultado ser un uso impropio por el poder ejecutivo, sin dejar de reprochar igualmente el deficiente manejo parlamentario de un proceso del cual el titular es precisamente la representación política y no el gabinete.
Entre la impericia y la falta de fuerza moral la combinación fue letal y ahora sólo queda llorar por la leche derramada, esperando que lo acontecido no vuelva a repetirse en nuestra historia constitucional. Lo ocurrido es ciertamente lamentable y sólo nos deja el sabor de una mala experiencia.
Quisiéramos que los protagonistas de nuestro régimen político contaran con mejores competencias para hacerse cargo de los procesos en los que están involucrados. Estas son formas de perder y de no ganar confianza en la república y en la ciudadanía.