César Delgado-Guembes
Para Lampadia
7 se setiembre de 2016
Anualmente el Congreso elige una Mesa Directiva y se decide sobre las Mesas Directivas que conducen las tareas de las Comisiones Ordinarias. ¿Qué justificación tiene que estos cambios tengan lugar en el parlamento con periodicidad anual, y qué efectos genera una práctica cuyos antecedentes se arraigan a fines del siglo XIX y que se mantienen sin alteración gracias, presumiblemente, a las supuestas ventajas o beneficios que causa en una amplia proporción de congresistas la mayor disponibilidad de puestos entre los cuales disputar el acceso a un cargo directivo?
¿Qué tan viable puede resultar cumplir con las exigencias de la representatividad y de la gobernabilidad en una lógica que favorece y antepone la volatilidad en la ocupación de los puestos directivos? ¿Por qué se mantiene un modo de organización en el nivel políticamente más alto e importante del Estado, a pesar de la inestabilidad, impredecibilidad y retrocesos organizacionales que ocasiona ese tipo de costumbre de inciertas, si no, además, desaconsejablemente negativas consecuencias?
La lógica de la coyuntura en la dirección del Congreso se traduce en la expectativa de acceder, en cinco años, a 360 puestos directivos entre las 24 Comisiones Ordinarias, y a 20 puestos directivos en el Pleno del Congreso (una presidencia y cuatro vicepresidencias anuales por cinco años), en vez de solo 72 puestos directivos en las 24 Comisiones Ordinarias y de solo 4 puestos directivos en el Congreso.
¿Qué pasa cuando año a año deben elegirse 76 puestos directivos? El efecto más notable es que los titulares de los puestos directivos, en especial en ausencia de planes a mediano y largo plazo con carácter vinculante, deben (1) aprender la dinámica de la conducción (proceso que puede tardar un mínimo de tres o cuatro meses cada año), (2) familiarizarse con los procesos (unos dos meses más por lo menos), (3) les corresponde enterarse de la agenda de los asuntos pendientes y sus peculiares complicaciones, y (4) gestionar oportunamente las coordinaciones con los diversos actores involucrados en las materias o asuntos pendientes de estudio y deliberación. Todos los años los miembros de todos los cuerpos directivos de renovación anual deben aprender cómo manejar las posiciones directivas que ocupan, retrasando el ritmo y la regularidad en la atención de la demanda de acción en las competencias de los órganos que dirigen.
Independientemente de la dificultad para asumir competentemente el manejo de las responsabilidades directivas, sin embargo, existe otra que no tiene carácter pasivo y que consiste en hábitos que promueven desequilibrios y discontinuidades que alejan al Congreso en el proceso de alcanzar metas, objetivos y resultados institucionales. Esos hábitos son la disposición generalizada de cambiar a gran parte del personal que sirvió a las directivas anteriores. Año a año, de manera constante, deben recomponerse los equipos que ejecutan los procesos en el Pleno, la Comisión Permanente, la Junta de Portavoces, el Consejo Directivo y la generalidad de las 24 Comisiones Ordinarias. ¿Es difícil imaginar cuánta ineficiencia se acumula durante un período de cinco años si entre el aprendizaje y familiarización anual los directivos deben tomarse casi cinco meses por año para habituarse a conducir las competencias de los órganos que presiden?
¿Qué cabe esperar cuando, además de los aprendizajes por los que deben pasar los miembros de las directivas, se realiza el recambio de una importante parte del personal por razones de confianza de los propios directivos? Para decirlo de modo simple y directo, la consecuencia es la acumulación de factores contraproducentes que añaden ineficacia sobre ineficiencia, desgaste improductivo y, lo que es más grave, repetir un círculo inefectivo de prácticas de las que no se aprende cómo salir para sustituirlas por métodos que permitan convertir al Congreso en una organización responsable capaz de contribuir en la gobernabilidad y en la optimización de las posibilidades representativas de nuestro régimen democrático.
¿Qué prácticas es necesario utilizar para reinventar el Congreso convirtiéndolo en un espacio de oportunidades para que transforme las demandas de acción en intervenciones sostenidas de mejora que ofrezca resultados capaces de estructurar de modo visible las condiciones colectivas y la calidad del valor público que tiene la obligación de proveer al Perú? Un cambio tan sencillo como decisivo sería la eliminación del carácter anual de todos los puestos directivos, convirtiendo el hábito que repetimos desde fines del siglo XIX en un quiebre innovador que procure estabilidad y continuidad en todos los esfuerzos organizacionales.
Este solo cambio es capaz de poner al parlamento peruano en el carril correcto para que el Congreso funcione en sintonía con las exigencias del siglo XXI, sin las taras que arrastramos, propias de una lógica rentista basada en las expectativas de cacicazgo o de caudillismo colectivo. Definitivamente, el método de elección anual equivale a un inacabable ciclo de retrasos improductivos que son consecuencia de la curva del natural período de aprendizaje y familiarización a los que está expuesto quien quiera que asume un puesto nuevo: todos los años el Congreso agrega cuando menos tres o cuatro meses en los que los directivos descubren cómo conducir los órganos que dirigen.
Cuando las Mesas Directivas del Pleno y de las Comisiones Ordinarias se renuevan con periodicidad anual, en particular cuando se carece de planes organizacionales plurianuales de carácter vinculante, el desperdicio de energías es ostensible, como lo es también la pobreza de alcances en la gestión de cada directiva. Se espera de quien conduce una organización, que no se limite a equilibrar las extralimitadas o singulares pretensiones de los distintos grupos parlamentarios, de forma que no se juzgue su presidencia como un período complaciente que maneja con habilidades tauromáquicas las urgencias de la coyuntura. El estilo de liderazgo que debe caracterizar la conducción del más alto nivel representativo del Estado exige en primer término la capacidad de dirigir el horizonte organizacional con visión de país y de futuro. No con la lógica del hipo o del ping pong que reacciona pasivamente ante los anómicos impulsos de fuerzas difusas que irrumpen atípicamente en la esfera de los procesos organizacionales del Congreso.