Cesar Delgado Guembes
Para Lampadia
¿Será posible, conveniente o necesario pasar de la delirante y ominosa sordidez del unicameralismo actual, a las alucinadas y gaseosas promesas de la bicameralidad? ¿Qué significa hoy esta unicameralidad? Decepción y trauma. ¿Qué dicen quienes imaginan ingenua e intonsamente la bicameralidad? La redención. ¿Tiene el bicameralismo la propiedad alquímica de expiar los traumas de la decepción y transformarlos en redención? Por partes y cucharadas. No todo se consigue con la fuerza de la libidinalidad ni con la violencia ciega de los impulsos. La nuestra es una situación particularmente grave y permanecer en la dimensión onírica es un lujo imposible de sostener por más tiempo. Lo real tiene ya límites que lindan con lo más bajo y oscuro de lo siniestro
Si el Senado se diseña para que, con tonos algo menos opacos o borrosos, replique especularmente a la Cámara de Diputados, el régimen parlamentario no sólo seguiría reproduciendo las aciagas experiencias que inducen a la náusea y al hartazgo emocional que padecemos quienes somos testigos de su pauperidad, sino que una existencia como ésa aceleraría gélidamente nuestro descreimiento a tal extremo que, el riesgo de sostener la ilusión y utopía democrática, se agudizará hasta mutar cualquier expectativa en una exigencia de reemplazo por modelos abiertamente autocráticos. El dilema será, en ese caso, o la palabra o la bota, y lo que nos toca hacer hoy día es creer que el lenguaje y la deliberación honrada son una opción emocional mucho más sana, y políticamente civilizada, que las imposiciones verticales que nacen del tutelaje autoritario.
Para que tenga sentido añadir una cámara al régimen representativo peruano hay que pensar seriamente en los propósitos de la arquitectura del diseño de nuestro Estado. Es errado, fácil y falaz el concepto de que el bicameralismo no es bueno porque es más caro y porque duplicaría los inaceptables y decepcionantes desempeños del actual unicameralismo. No tiene por qué ser más caro si la Constitución señala que el presupuesto del Congreso no debe exceder anualmente del 0,5 o del 0,6% del presupuesto público. Pero la duplicación de las ineficiencias también, y sin dudas, pueden anticiparse para que no ocurran.
Como de lo que se trata es, no sólo de evitar errores, sino de optimizar positiva y más eficazmente el desempeño del Congreso, para que cumpla bien las funciones que con carácter prioritario el Estado le confía, debe identificarse qué servicios pueden mejorarse para atender mejor desde el Estado las necesidades y expectativas de la comunidad y de la república. Si estamos de acuerdo en este supuesto, lo que corresponde, por lo tanto, es en precisar qué productos críticos y esenciales no viene entregando el Congreso, qué prioridades hay entre esos servicios que quedan sin ofrecerse, y cómo dividir esas actividades entre una y otra cámara.
Entre los productos críticos y prioritarios que no se elaboran en el Congreso puede mencionarse, por ejemplo, el control y la evaluación del impacto social de la ley, el seguimiento de la legislación expedida por los gobiernos subnacionales, la evaluación y monitoreo de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional y del Poder Judicial sobre legislación aprobada por el Congreso, o el seguimiento efectivo de la ejecución del gasto del presupuesto de la república. Existen otros procesos que no han sido previstos ni diseñados que el Congreso queda sin producir y que mejorarían el rol que le toca cumplir en el Estado. De poca utilidad son las leyes que el Congreso aprueba si no existen mecanismos de control sobre su vigencia efectiva y más aún sobre su vigencia de conformidad con el propósito, intención y finalidad que tuvo el propio legislador cuando aprobó la ley.
Si el Senado asume, con carácter reservado y exclusivo, las competencias señaladas, la utilidad de esa tarea tendría como objeto crear mejor calidad de insumos para la labor legislativa y de control que le corresponde a la Cámara de Diputados. El impacto de este cambio en el diseño de la estructura representativa innovaría la clásica repetición de tareas en ambas cámaras. En vez de reiterar los mismos pasos en los procesos legislativos el nuevo rol del Senado lo convertiría en un órgano revisor de la aplicación de las funciones de la Cámara de Diputados en el entorno externo al Congreso.
Como se ve, no conviene, no es útil, ni eficiente, mantener el modelo histórico o tradicional, cuando existen tareas que actualmente no realiza el Congreso unicameral, que difícilmente podría añadírsele o imponérsele al mismo órgano. La tarea de control sobre los servicios y resultados que emanan de una Cámara deben ser controlados y revisados por otro órgano o instancia encargada de definir qué ocurre con lo que una de las Cámaras ha producido.
La ingeniería de los cambios propuestos por la Comisión de Alto Nivel de Reforma Política sobre el régimen político y representativo es una señal de descuido. No califica lo suficiente. No es adecuadamente audaz. Y padece de presbicia.
Para que la reforma sea significativa debe asumir una visión más innovadora. El Congreso no puede seguir siendo otra cosa que malos ensayos de lo mismo que la historia ya agotó. No se ha observado lo suficiente qué falta que debe crearse y ofrecerse para mejorar la gestión representativa. Pero, en todo caso, peor es el pésimo gesto del gobierno de no haber asumido el reto que supuso los resultados del plebiscito al que sometió la oportunidad de rediseñar el régimen representativo del Estado. El Congreso tiene el balón en su cancha. ¿Pateará con fuerza?