Por: César Campos R.
Para Lampadia
Una virtud que muchos peruanos hallaron en el ingeniero Martín Vizcarra cuando asumió la presidencia de la República, fue su experiencia administrativa en el interior del país como Gobernador regional de Moquegua. Incluso la misma ya lo había acreditado como ministro de Transportes y Comunicaciones al iniciarse el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski, y ni siquiera su abrupta caída a raíz del caso Chinchero devoró el buen perfil profesional del cual gozaba.
En Moquegua, se creó el mito del proceder acertado de Vizcarra en las negociaciones con las empresas mineras Southern y Quellaveco – consiguiendo compromisos ventajosos para las comunidades aledañas – y el fortalecimiento de las arcas fiscales de la región que a su vez le permitió vigorizar el sistema educativo de la zona.
Sin duda, su aura resultaba confiable y hasta con tinte apolítico en el sentido popular del término. Es decir, desprovisto de ideología, sesgo, partidarismo. Rozaba más bien la imagen del hombre pragmático que – al decir de Mario Vargas Llosa en una descripción del economista Richard Webb – no desconfía de las ideas sino que conoce sus límites.
Sin embargo, Vizcarra sí es desconfiado. Los dicen sus tres biógrafos (Marco Sifuentes, Rafaella León y Martín Riepl) en sus respectivas obras sobre el personaje. Recela de quienes recién conoce o no han hecho ofrendas de lealtad a su persona. Arribó a Palacio con el llamado “círculo moqueguano” (Miriam Morales, Edmer Trujillo, Iván Manchego, Óscar Vásquez Zegarra, Nazario Faver Zapata) que lo fue ampliando de a pocos según el grado de compromiso y subordinación que le iban mostrando (César Villanueva, Vicente Zeballos, Jorge Meléndez, Gloria Montenegro, Clemente Flores).
El politólogo Carlos Meléndez amplía esa noción de quien nos gobierna asegurando que a Vizcarra no le atrae la acumulación del poder, pero sí ejercerlo sin contrapesos. Tal había sido su actitud en Moquegua donde se las arregló para pulverizar a los críticos y enemigos políticos, pero no tentó reelegirse. De ahí también se explicaría que no pretenda quedarse en la jefatura del Estado más allá del 2021 (algo que todavía no creen muchos de sus adversarios) pero sí su habilidad para haberse deshecho de un Congreso pintado como hostil (en el libro 30-S: ANATOMÍA DE UNA DISOLUCIÓN, la politóloga y periodista Mabel Huerta, con data cuantitativa, desbarata la idea-fuerza del “obstruccionismo”), sortear la etapa demoledora de políticos por el caso Lava Jato pese a sus antiguos y probados vínculos comerciales con una empresa brasileña, y constituirse en el único líder omnipresente en todo el territorio nacional por su condición de Jefe de Estado.
Aun con todo esto y su alta popularidad, ya el gobierno de Vizcarra se inscribía en la órbita del fracaso antes del COVID-19. Cerró el 2019 con un crecimiento del PBI de apenas 2,1 % (el más bajo de los últimos 10 años), una ejecución presupuestal de 54 % y el del programa de reconstrucción del norte 42 %. Su vena populista y demagógica salió a flote con el vergonzoso video donde se le observa dando “consejos” al Gobernador Regional de Arequipa para recabar argumentos en contra del proyecto minero Tía María.
También avasallando a la SUNASS, organismo regulador independiente, para que reduzca las tarifas de agua en su tierra de origen, Moquegua. Pactando con los transportistas de carga pesada del sur que cerraron por casi un mes un tramo de la carretera Panamericana: consiguieron del gobierno reducción del precio del diesel (el combustible más contaminante y en vía de erradicación en el mundo), se suspenda el uso de GPS (gran regalo para los contrabandistas), la suspensión del pago del peaje durante 5 meses, entre otros. Prometiendo 1,000 colegios al finalizar el año pasado y entregando menos de 600, muchos de ellos módulos transitorios.
La pandemia del Coronavirus y la instalación de un nuevo Congreso eyectado hacia fines más populistas que los del Ejecutivo, diluyeron ese cuadro que auguraba destinos poco auspiciosos. El problema radica en que, abierto a una oportunidad de variar el sistema de toma de decisiones y hacerlo menos parroquial, Vizcarra siguió desconfiando.
Y cuando asomaron los primeros tropiezos sanitarios por desoír la recomendación de no aferrarse a las pruebas serológicas e inclinarse más bien hacia las moleculares (el Perú rechazó la oferta de 500 mil pruebas de este tipo a una empresa coreana) y por la implementación de las severas medidas restrictivas (las cuales fueron sobrepasadas por el advertido desborde popular a consecuencia de la naturaleza mayoritariamente informal de nuestra Población Económicamente Activa), Vizcarra cambió a la ministra de Salud y puso en su reemplazo a un médico altamente politizado (acababa de colaborar en la campaña presidencial del Frente Amplio el 2016, la de Verónika Mendoza) quien a su vez arrastró al entorno presidencial a un grupo consultor denominado “Prospectiva” integrado por antiguos activistas de la izquierda marxista.
Y claro que a este grupo le interesaba colocar un pie en el Estado para imponer su agenda ideológica en el sector Salud, como también la tiene para los de Educación, Seguridad interna y externa, Trabajo, temas de género, ambientales y un largo etcétera. No importan su pedantería ni sus clamorosas metidas de pata (Farid Matuk se autoinculpó de recomendar las salidas de hombres y mujeres en días distintos para las compras). Ahí están y bien adentro.
No tendremos “nueva normalidad” ni “nueva convivencia”. La “nueva confianza” a un proyecto político regresivo, concedido paradójicamente por un desconfiado orgánico como Vizcarra, será un legado que sufriremos de manera compulsiva. Queda escrito.