Por: César Campos R.
Expreso, 6 de setiembre de 2020
Pocos se percatan de la manera exitosa con que el presidente Martín Vizcarra y sus operadores comunicacionales han introducido al lenguaje de estos tiempos la dicotomía “optimista-pesimista”, categorías útiles para agrupar en un lado a quienes poseen un gran sentido patriótico y respaldan las acciones del gobierno en su denodada lucha contra el Covid-19, mientras que en el otro se reúnen los críticos aguafiestas, pinchaglobos, miserables a quienes no les importa el destino nacional.
Se trata de un formato maniqueo que echa raíces muy rápido en el espíritu de nuestros compatriotas, especialmente del habitante urbano. Desde la era virreinal, hemos vivido más de la fe que de los hechos concretos o las realizaciones tangibles. Creer en el próximo arribo del paraíso nos distancia emocionalmente de las brasas infernales que transitamos en este mundo. Creer y solo creer.
Oswaldo Reynoso lo graficó en una parte de su libro: “Lima en rock. Los inocentes”. Un adolescente capitalino cuenta a sus amigos el supuesto viaje que habría protagonizado a la ciudad de Tacna, donde –según narra– se habría hospedado en un hotel. Uno de sus interlocutores lo interrumpe, lo tilda de mentiroso y le espeta cómo siendo menor de edad lo dejaron registrarse en dicho hotel. Un tercero interviene, pide callarse a este despiadado incrédulo y que el cuentista prosiga, para lo cual recurre a un argumento imbatible: “Además, así sea mentira, la historia está bonita, ¿ya?”.
Años antes, el célebre Joseph Goebbels, instituyó como segundo principio de la propaganda nazi el “método de contagio”. Es decir, a los adversarios hay que juntarlos en una “suma individualizada”, una categoría. En el caso de quienes hacen observaciones al oficialismo, son “los pesimistas”.
Hay que salir al paso de esta maniobra serenos pero firmes. El Perú posibilidad, el que es más grande que sus problemas, el bello durmiente (a propósito del centenario de nuestra Chabuca) fue, es y será estandarte de fe de sus hijos. Nadie la objeta, sabiendo que históricamente hemos sobrevivido a toda clase de desgracias. Claro que siempre encontramos una luz al final del túnel, aunque alcanzarla signifique confrontar la mano dura y altos grados de corrupción.
Vizcarra ni su gobierno son el alter ego de la patria. No “personifican a la nación” en el sentido antojadizo que ellos le conceden –al otro extremo del concepto constitucional– aproximándose a cierta autonomía autoritaria. Desnudar sus fracasos y mediocridades, así como sus pronósticos “optimistas” carentes de realismo, no es ser pesimista. Al contrario, es colocar la esperanza del país en manos ajenas al que falló, no por malintencionado sino por limitado.
En suma, seamos optimistas asegurando el pesimismo que nos provoca la pésima gestión gubernamental del ingeniero Vizcarra.