César Azabache Caracciolo
Para Lampadia
Entonces es Barata (o quien haga sus veces) quien lava. Y quien recibe sus fondos en las condiciones que aquel impone con total indiferencia, para filtrarlos en la política, se convierte en su cómplice. Por encima de él, sin embargo, las cosas pueden ser más complejas.
Quienes reinen fondos en las condiciones impuestas por quien lava son o no son parte de relaciones previamente establecidas. Sólo es admisible expandir la responsabilidad asociada a sus acciones fuera de la escena en que se comete el crimen en función a las características específicas de esas relaciones.
Quien recibe fondos que un portador como Barata quiere filtrar en la economía a la manera de un despertar, dispuestos a “pescar” oportunidades para colocarlos, es solo un cómplice de Barata, un intermediario suyo. Por el hecho de recibir los fondos no involucra a nadie más que a sí mismo en un hecho que aún es solo suyo y de Barata (o de quien haga sus veces).
Al otro extremo, si quien recibe físicamente los fondos comprometidos es solo un emisario o mensaje de otro que apenas se sustituye físicamente en la escena, entonces podemos estar ante un caso de autoría mediata, en la que un emisario, es un chofer o un asiste, puede no ser siquiera responsable por el hecho.
Los casos difíciles están en el medio. Corresponden al emisario que tiene capacidad de decisión; el relativamente autónomo, el no subordinado; el que puede decidir apoderarse de parte de los fondos que se le entregan para sí mismo, pero también puede revelar que los tiene e involucrar a otro, o puede simplemente mentirle.
Cuando el receptor de fondos tiene una posición que le permite actuar como sujeto independiente, la expansión de la responsabilidad “por encima de él”, a personas que están fuera de la escena, requiere de hechos complementarios que deben ser probados. Y estos hechos complementarios posibles resultan de un espectro de posibilidades que corresponden a casos que oscilan entre la indiferencia y la completa aquiescencia y connivencia o aprobación.
Para fijar cuál es el caso que puede justificar la extensión de la responsabilidad por encima del receptor se requiere más que el hecho mismo de la entrega.
Por eso reconocí en la segunda entrega de esta serie que Carlos Caro tiene razón: con lo que tiene la Fiscalia de justifica el procedimiento, pero aún no, no necesariamente o no en todos los casos, una condena. Por fuera de la escena del hecho las responsabilidades se expanden en función a las relaciones específicas que tenga el receptor, y según hechos específicos que aún deben ser establecidos al detalle.
Entonces la fiscalía tiene sin duda tareas pendientes. Y también las defensas.
Por encima de quieres intervienen en la escena del crimen, ninguna situación puede presumirse. Todas las situaciones imaginables requieren prueba. La fiscalía no puede suponer una orden ni la aprobación del hecho o la indiferencia. Debe probar que los fondos llegaron a disposición del candidato o de los dirigentes de manera que ellos al menos hayan sido indiferentes a su origen. De otro lado, la defensa no puede pretender que la presunción de inocencia la libere sin más a partir del momento en que se probó que los fondos fueron recibidos y que de una u otra forma fueron empleados en la campaña, filtrándose en la economía. La defensa debe probar que las relaciones específicas que definen las relaciones internas de la organización no permitieron al candidato o a los dirigentes controlar la actividad de quien recibió esos fondos. Nada en esta parte de la historia puede presumirse sin testimonios o evidencia que confirmen los hechos.
Pero claro, está también la otra teoría. Carlos Caro, César Nakasaki, Wilfredo Pedraza y también Rosa María Palacios han sostenido que aunque los dirigentes de quienes los recibieron los fondos tuvieran llano conocimiento de que eran Odebrecht o Jorge Barata o quien haya hecho sus veces quien los enviaba, aun así el evento sería irrelevante. Volviendo a la frase de Carlos Caro que da título. Esta seria, Carlos diría que quien sabía que la ropa estaba sucia era Jorge Barata. Los demás reciben cantidades exorbitantes de dinero y condiciones clandestinas. Pero no saben que reciben dinero lavado.
Por mi parte, es evidente, encuentro en l clandestinidad y en la exorbitancia un indicador en sentido distinto. Pero quienes sostienen lo contrario tienen un argumento adicional: Hasta las elecciones de 2010 y 2011 el mercado de la política local no estaba regulado, era absolutamente informal. En consecuencia era frecuente que quienes manejaban principales fortunas entregaran cantidades exhorbitantes de dinero y solicitaran absoluto anonimato. Entonces el comportamiento de Jorge Barata, aunque el mismo estuviera lavando activos, no podía reconocerse como singular por nadie. “Todos hacían lo mismo” y “las maquinarias montadas para ocultar la identidad de los donantes no se ensamblaron para proteger lavadores, sino para proteger la identidad de donantes que querían respaldar las candidaturas que respondían a sus preferencias, aunque estuviera débilmente prohibido”.
Es un argumento de hecho. Todos sospechamos además que tiene algo de cierto. Pero temo que enfrenta dos dificultades prácticas. El argumento sería perfecto si las entregas físicas de dinero en efectivo en cantidades exhorbitantes con protección de identidad hubieran sido indiferentes para la ley. Pero no lo eran. Estaban prohibidas, aunque no con la intensidad de un delito. Los comportamientos ilícitos (y el que se describe lo es) no pueden darse por probados como hechos de conocimiento general. Deben demostrarse. Más cuando se alegan como base para alegar que la singularidad de la forma de entrega de fondos de Jorge Barata no era tal, sino que era el aprovechamiento que el hizo de una situación general no regulada.
Pero además de probar lo que ahora es una sospecha general, queda por resolver, y esto es un problema que debe resolver la Corte Suprema, con que reglas debe resolverse el caso difícil. Imaginemos que nuestra comunidad decide hacer un punto de quiebre y por algún procedimiento institucional entramos en un proceso de reconocimiento colectivo sobre el modo en que hemos financiado la política en estos últimos años. Imaginemos además que ese reconocimiento permite reconstruir un pozo de irregularidad de tal tamaño que en efecto, como sostienen Caro, Nakasaki, Pedraza y Palacios, haya resultado imposible reconocer a Barata como “alguien distinto” a todos los demás donantes. Aún así la Corte Suprema debe resolver qué reglas aplican cuando quien recibía los fondos en ese contexto desregulado que entonces habrá que asumir saturado de dinero en efectivo y de maquinarias ideadas para ocultar el origen de cada entrega, se topa con fondos lavados.
Me cuesta creer que la desregulación tolere la indiferencia. Pero debo admitir en este punto que este, el problema del reconocimiento del otro como lavador, forma un caso difícil en términos de moral pública, y por ende requiere evidencia y requiere un debate equilibrado que solo puede ser desarrollado ante la Corte Suprema de Justicia.