Charo Camprubí
Desde España
Para Lampadia
La reforma laboral era el tema estrella del gobierno de coalición de Pedro Sánchez, pero también el más espinoso y difícil de sacar adelante. Su objetivo inicial, la derogación de la reforma del 2012 de Mariano Rajoy, pasó rápidamente a convertirse en tan solo una modificación de dicha reforma y, tras nueve meses de arduas negociaciones, se consiguió lo impensable: que hubiese acuerdo entre el gobierno, la patronal y los sindicatos, es decir, un éxito total. La varita mágica de la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, que ya tiene en su haber doce acuerdos de diálogo social con la patronal, había funcionado una vez más.
Gobierno y sindicatos cerraron filas a favor del texto. La patronal fue menos monolítica ya que se escucharon algunas voces críticas y hubo cuatro abstenciones en la votación. Sin embargo, su presidente, Garamendi, defendió el acuerdo a capa y espada subrayando que no había habido derogación de la reforma de Mariano Rajoy. También se pronunciaron a favor el Banco Santander, José María Aznar y la Unión Europea.
Esta última quería que la reforma laboral española fuese pactada y que se encontrase un punto de equilibrio entre la flexibilidad laboral que necesitan los empresarios y una reducción de la temporalidad en el empleo de los trabajadores. Lo consideraba esencial para que España siguiese recibiendo fondos europeos.
España estaba sumida en plena crisis financiera cuando la reforma laboral de Mariano Rajoy facilitó el despido, redujo las indemnizaciones, disminuyó el poder de los sindicatos (al primar el convenio de empresa sobre el convenio sectorial) y, sobre todo, propugnó un esquema de trabajo basado en contratos temporales. La clave de la reforma actual consiste en poner un freno al exceso de temporalidad y devolver a los sindicatos su rol en la negociación salarial por sectores de actividad, entre otras cosas.
En pura lógica, una reforma laboral consensuada (algo que no ocurría en décadas) debía ser aprobada por el Parlamento sin ninguna dificultad. Sin embargo, su aprobación fue kafkiana. Hubo de todo: rechazo, abandono por parte de los socios tradicionales del gobierno, nuevas mayorías, cambios de bando y, por último, errores en la votación.
El primero en dar la espalda a la reforma fue el Partido Popular seguido de Vox. Casado dijo que votaría en contra y que si llegaba al poder se volvería a la reforma laboral del 2012, que fue impuesta unilateralmente. El presidente de la patronal le respondió que la reforma actual “tiene valores muy importantes y no se puede sustituir de cualquier forma”. Desde hace tiempo, las relaciones entre el PP y la patronal están de capa caída.
Que la oposición ningunease la reforma laboral se puede entender. Pero lo que provocó un auténtico shock en el gobierno fue que dos de sus socios parlamentarios, los independentistas catalanes de Esquerra Republicana (ERC) y el Partido Nacionalista Vasco (PNV), decidiesen votar en contra. Las razones fueron diversas: los vascos no querían distanciarse de sus sindicatos que se oponían a la reforma por considerarla tibia. Los catalanes querían que se reuniese la mesa de diálogo para Cataluña en enero, y no lo consiguieron, y ambos partidos reivindicaban la primacía de los acuerdos autonómicos sobre los estatales en materia laboral. El caso es que aunque hayan dicho que seguirán apoyando al gobierno en el futuro, lo han dejado tocado del ala al poner en evidencia su fragilidad parlamentaria.
Ante esta situación, el gobierno se giró hacia Ciudadanos que sí estaba dispuesto a votar la reforma. El 2022 empezaba así con una mayoría parlamentaria alternativa, aunque insuficiente, ya que los diez diputados de Ciudadanos no bastaban; para redondear, se negoció con un partido situado en el bloque de la derecha: Unión del Pueblo Navarro (UPN). El gobierno consiguió la promesa de que sus dos diputados votarían a favor de la reforma laboral. ¡Y no fue así! Ambos rompieron la disciplina de voto y votaron en contra.
La votación se hubiese perdido si no fuese porque un diputado del PP que votaba telemáticamente se equivocó y votó a favor. Ese voto fue decisivo para que la reforma quedase aprobada. Ahora el PSOE acusa al PP de “comprar voluntades” (los votos de los dos diputados navarros) y el PP amenaza con llevar el voto de su diputado al Tribunal Constitucional porque dice que su error se debió a un “fallo informático” y que no se le dejó subsanar su error votando presencialmente. Desde la Presidencia del Congreso le respondieron que el sistema informático era “totalmente fiable”. ¡La polémica está servida! Lampadia