Charo Camprubí
Desde España
Para Lampadia
Salvador Illa, líder del Partido Socialista Catalán (PSC) ha salido elegido Presidente de la Generalitat de Cataluña por 68 votos a favor, 66 en contra y un voto no emitido (el de Puigdemont). Votaron a favor el PSC; Esquerra Republicana (ERC) y Comuns. Illa es un político ecuánime, cordial, dialogante y muy conocido en España porque fue ministro de Sanidad durante el Covid y se le veía a diario en la televisión.
Con su elección, Pedro Sánchez cierra con broche de oro su política de pacificación en Cataluña. Sánchez afrontó con estoicismo el desgaste que le provocó al PSOE la feroz oposición llevada a cabo por el PP y Vox a los indultos; a la modificación en el código penal del delito de sedición y a la ley de amnistía. Le costó sangre, sudor y lágrimas, pero logró cambiar el ciclo político en Cataluña.
Ahora Cataluña tiene lo que Puigdemont definió como un “Gobierno de carácter españolista”. La definición no puede ser más acertada ya que no gobierna un independentista sino un socialista. Se le ha dado la vuelta a la tortilla. También acertó al decir que daba por concluido el “proceso independentista” iniciado en 2017.
La situación hubiese sido muy distinta si Puigdemont hubiera conseguido volver a Cataluña por todo lo alto, es decir, como presidente de la Generalitat. Eso era lo que pretendía y por lo que luchó con ahínco después de las elecciones del 12 de mayo a pesar de haberlas perdido. Con Puigdemont de presidente toda la política catalana de Sánchez habría fracasado. Sería como volver al punto de partida.
Puigdemont llegó a estar tan convencido de que ganaría las elecciones catalanas que renunció a presentarse a las del Parlamento Europeo. Pero no solo las perdió sino que también se le esfumó la mayoría independentista. Necesitaba pues de la abstención del ganador, el Partido Socialista Catalán, para ser investido presidente. Para conseguirla amenazó con desestabilizar al gobierno de la Nación que necesita de sus siete diputados para tener mayoría parlamentaria en Madrid. Pero no le funcionó.
Puigdemont también presionó a su mayor rival dentro del independentismo, Esquerra Republicana (ERC) para que se convocaran nuevas elecciones y tampoco lo consiguió. ERC asumió que se había producido un cambio en la sociedad catalana por lo que decidió negociar un acuerdo de investidura con Illa, escenificando así, ni más ni menos, que la ruptura de la unidad del movimiento independentista.
Herido en su amor propio y deseoso de llamar la atención, Puigdemont dijo que se presentaría en el pleno de la sesión de investidura, donde sabía que sería detenido por los Mossos d’Esquadra (policía catalana), ya que hay una orden de detención en su contra porque el Tribunal Supremo no está dispuesto a aplicarle la amnistía alegando que, en su caso, hubo malversación y se lucró de ella.
Pero, a la hora de la verdad, Puigdemont no fue al Parlamento sino al Arco del Triunfo de Barcelona donde se dio un baño de masas (aunque solo acudieron unas 3,000 personas); pronunció un discurso de apenas seis minutos; levantó el puño varías veces y se esfumó. Tres Mossos lo ayudaron a huir. Ahora son ellos, no Puigdemont, los que están detenidos.
Puigdemont ha vuelto a Bruselas después de tomarle el pelo una vez más a las Autoridades, solo que repetir una fuga suena a personaje decadente no a gran estadista. Hay desconcierto en su partido y su imagen institucional ha quedado tocada. Es posible que el espectáculo que montó le salga caro y acelere su declive político.
Ahora, lo que está en el candelero es el acuerdo que ha permitido la investidura de Illa porque otorga una «financiación singular” a Cataluña. En España hay 17 Comunidades Autónomas que se miran de reojo porque no quieren que ninguna de ellas tenga más competencias o dinero que las otras. Solo el País Vasco y Navarra tienen un Estatuto de Autonomía especial por razones históricas. Esta financiación singular, denominada “secesionismo fiscal” por el PP, será el nuevo eje de la oposición del PP y Vox al gobierno. Lampadia