Charo Camprubí
Para Lampadia
En tan solo una semana hemos visto al Parlamento catalán declarar la “República catalana”; al ex-Presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, viajar a Bélgica acompañado de algunos de sus consellers en busca asilo político y a otros miembros del Govern entrar en la cárcel porque una juez les ha aplicado una justicia ejemplarizante que ha caído en el Gobierno español como un jarro de agua fría. La magistrada de la Audiencia Nacional ha considerado que había riesgo de fuga, de reincidencia y de destrucción de pruebas por lo que ha condenado a detención preventiva sin fianza al ex-vicepresidente del Govern, Oriol Junqueras, y a siete de sus consellers. Más mano izquierda ha tenido el Tribunal Supremo con la Presidenta del Parlamento catalán y los miembros de su Mesa: les ha dado hasta el 9 de noviembre para preparar su defensa, poniendo en evidencia que hay dos pesos y dos medidas en el mismo caso. La fiscalía los acusa a todos ellos de rebelión, sedición y malversación de fondos públicos.
Se había conseguido algo milagroso, que se aplicara el artículo 155 en un clima de paz social gracias a que la intervención en Cataluña vino acompañada de una convocatoria electoral para el 21 de diciembre. También se había logrado que los partidos independentistas aceptaran participar en dichas elecciones.
Lamentablemente esta estrategia pacificadora se ha puesto en peligro por obra y gracia de un auto judicial, y el panorama de normalidad que se disfrutó durante unos días ha dado paso a concentraciones con carteles de “Libertad para los presos políticos”, es decir, lo último que deseaba el Gobierno. Los independentistas pensaban que la intervención sería el Vietnam del Gobierno y no lo fue. Esperemos que tampoco lo sea la judicatura española.
Está claro que si hasta hace poco nos preguntábamos si se aplicaría un 155 duro o uno blando (y se optó por el blando gracias al PSOE y al Partido Socialista de Cataluña) ahora la pregunta es si el juez aplicará una justicia textualista o utilizará su margen de discrecionalidad para poner en la balanza no solo el texto de la ley sino también el contexto político y social catalán. Una justicia textualista daría satisfacción al ala dura del Partido Popular donde campea a sus anchas un nacionalismo españolista con tintes franquistas, pero haría más difícil la reconducción de la crisis catalana que está basada en dos premisas: las elecciones y una reforma constitucional de corte federal, como propone el PSOE.
La decisión judicial ha cohesionado al frente independentista que se había resquebrajado por la escapada a Bruselas de Puigdemont. Según las encuestas, no se puede excluir que se repita el mismo escenario, a saber, que los independentistas ganen los comicios en número de escaños, pero no de votos. Si así fuera, el Gobierno central tiene muy clara su posición: los líderes políticos que salgan elegidos en las urnas tienen que aplicar las leyes existentes de lo contrario habría un nuevo 155. Cabe recordar que los referendos de Quebec y de Escocia se hicieron en pleno respeto de la legalidad y que en la Unión Europea varios países tienen un artículo 155 en sus Constituciones. De hecho, el 155 español está calcado del 37 de la Constitución alemana.
Por otra parte, Puigdemont, contra quien la juez Lamela ya ha cursado una euro-orden de detención, habrá conseguido su sueño de internacionalizar el conflicto catalán al convertirse en la pesadilla del gobierno belga. A lo largo de esta crisis se ha comportado como un líder titubeante, un Hamlet. Ser Presidente de la Generalitat le vino grande porque llegó al cargo de casualidad. El entonces alcalde de Gerona fue nombrado a dedo por el auténtico líder del PDECAT y artífice de todo lo que está pasando en España: Arthur Mass. Es la quijada de Mass y no el cerquillo de Puigdemont lo que debió salir en las pantallas de televisión cuando se votó la independencia. Pero Mass cedió su cargo a Puigdemont porque los diputados de la CUP no querían tener nada que ver con él. Por lo tanto, Puigdemont pasa a los libros de historia por una carambola del destino.
Ahora ambos se pasean por la calle, Puigdemont, en Bélgica, y Mass en Barcelona. Además, los 10 parlamentarios de la CUP a los que no se puede encausar porque votaron la independencia en secreto; quedan libres de polvo y paja a pesar de ser los más virulentos y de haber empujado hasta sus últimas consecuencias el Procès independentista. Solo los miembros del Govern y los de la Mesa del Parlamento han podido ser encausados porque sus cargos los hace visibles para el Estado. De todos ellos, el que tiraba de los hilos, el auténtico Maquiavelo, es el ex-vicepresidente Oriol Junqueras, del partido Esquerra Republicana (ERC). Él es uno de los que está ahora en prisión preventiva, lo cual no le impediría ser candidato en las elecciones del 21 de diciembre dado que su estancia en la cárcel se debe a medidas cautelares, no a una sentencia firme. Posiblemente Puigdemont también lo sería. Y como saldrían elegidos, se convertirían en aforados y la justicia no los podría tocar, al menos temporalmente. Mientras tanto, Puigdemont, especialista en la manipulación del lenguaje, se erige desde Bélgica como el único representante del Gobierno catalán y retrata a España como un Estado represivo donde a la gente se la mete en la cárcel por sus ideas políticas, como si se estuviera en la época de Franco, ignorando la Transición Democrática, la Constitución de 1978, la separación de poderes y el Estado de Derecho. Toda una farsa. Lampadia