(Expreso, 07 de setiembre de 2015
No se puede negar que los sesenta y los setenta fueron décadas favorables para los economistas neomarxistas en Latinoamérica. La hipótesis Prebisch-Singer de desarrollo económico, vista con ojo clínico, parecía dar en la diana: es la estructura de los mercados, determinada por los términos de intercambio entre los productos primarios (principal exportación de los países subdesarrollados) y los productos manufacturados (principal exportación de los países desarrollados), la que determina la división de los países en centro y periferia, y la que produce la desigualdad entre éstos. Eso era lo que se creía.
La observación de Prebisch era interesante. Veamos: los precios de los commodities hasta la Guerra Civil norteamericana (1861-1865) presentaban una tendencia ascendente; pero empezaron a caer rápidamente a medida que la industrialización del proceso de producción de commodities llevó a economías de escala, la que a su vez redujo los costos promedios e hizo que disminuyera el precio de éstos al consumidor. Los precios de los productos manufacturados, sin embargo, no se reducían a la misma velocidad.
Esto hacía que los términos de intercambio entre productos primarios (commodities) y productos manufacturados terminaran favoreciendo a estos últimos. Los países subdesarrollados, entonces, se veían obligados a exportar cada vez más commodities si querían seguir importando la misma cantidad de productos manufacturados. La solución que Prebisch y Singer se planteaban parecía más que obvia: todo país que busque progresar —asociado el progreso con el sector manufactura— debe industrializarse, es decir, recurrir a medidas que substituyan gradualmente la importación de productos manufacturados por producción local.
Ahora bien, ¿cómo queda esta hipótesis contrapuesta con la luz de los hechos? No necesita ser demostrado que durante toda la década pasada los precios de los commodities se encontraban por las nubes, y los de una buena parte de productos manufacturados no tenían cuándo tocar piso. Durante toda esa década los términos de intercambio favorecieron largamente a los países exportadores de commodities y perjudicaron proporcionalmente a los exportadores de productos manufacturados. Pero el mundo, como habrá observado, sigue dando vueltas en el mismo sentido. El centro sigue siendo el centro.
Lo que nunca consideró Prebisch es que la evolución ‘natural’ de la estructura económica de un país pasa por ser eminentemente primaria en un comienzo, y ya con el tiempo, con una serie de precondiciones económicas e institucionales en el lugar que les corresponde, recién entonces surge el sector industrial que a su vez requiere de un sector de apoyo, el de servicios. En 1800, por ejemplo, un 95 % de la fuerza laboral norteamericana se empleaba en el sector primario (básicamente agricultura) y aportaba un 90-95 % del PBI. Cien años después, en 1900, el 40 % laboraba en el sector primario, 35 % en el sector manufactura y 25 % en servicios.
Hoy en día, la estructura económica del país es diametralmente opuesta a la de hace doscientos años: 5 % (o menos) en agricultura, 20 % en manufactura y 75 % en servicios.
La lección histórica es simple: si Estados Unidos hubiese forzado su industrialización, como lo hicieron Argentina y tantos otros países en tiempos pasados, lejos de ser una superpotencia, hoy sería otra república bananera más —algo que la United Fruit Company y Eduardo Galeano hubieran disfrutado en gran forma, después de todo, la compañía y el escritor hicieron una gran fortuna con el banano, símbolo freudiano de la explotación capitalista.