Carlos Adrianzén, Decano de la Facultad de Economía de la UPC
El Comercio, 4 de julio de 2017
Hace casi un año llegó al poder la administración Kuczynski. Y hace pocos días, en la cumbre de países de la Alianza del Pacífico, el mismo presidente de la República admitió que la performance económica del país en este tiempo ha sido mediocre.
Se dice, no con poca razón, que la evolución del primer semestre del primer año de una administración tiene como verdadero responsable al gobierno que la antecedió. Y en este caso concreto este dicho tiene mucho de razón… y de aciago.
Y es que la administración humalista fue peor que mediocre. Humala y sus colaboradores configuraron una administración que borró el ritmo de crecimiento de la economía peruana. Si bien la inflación se mantuvo raspando penosamente el límite superior de la meta inflacionaria (mérito del BCR), en términos reales el crecimiento promedio quinquenal del PBI per cápita pasó de 5,3% el 2011 a solo 2,2% el 2015.
Esto, sabemos hoy, bajo un ambiente de precios de exportación (el 2015) 16% mayores a los registrados a finales de la administración García (el 2011). Pero nótense, además, la severa contracción del índice de apertura comercial (de 50% a inicios del 2012 a 36% del PBI a mediados del 2016) y el derrumbe de la inversión privada (que pasa de crecer anualmente en términos reales 4,7% el 2011 a -6,4% el 2015).
Un factor sugestivo de la naturaleza mercantilista-socialista de la administración anterior fue el severo deterioro de institucionalidad registrado. Este no solo se refleja en el ránking del Índice de Percepción Global de la Corrupción, publicado por Transparencia Internacional (donde el Perú empeoró 21 puestos entre el 2011 y el 2016), sino en la sucesión de escándalos de corrupción burocrática en pleno develamiento. Contrariamente a lo que muchos han repetido, Humala y sus colaboradores probaron ser tremendamente eficaces consolidando un entorno económico antiinversión privada al estilo de lo ofrecido en “la gran transformación”.
Su gestión no solamente resultó consistentemente capaz de paralizar proyectos como Conga o Tía María al no respaldar la vigencia de la ley, sino que –no tan discretamente– inyectó regulaciones y trabas superpuestas a la inversión y a los negocios en todo el país. Simultáneamente, infló proyectos estatales de costos elefantiásicos con muchas sombras de corrupción (como la modernización de la refinería de Talara, los Juegos Panamericanos, el gasoducto sur peruano o el nuevo edificio del Banco de la Nación).
Bajo esta visión, sería el gasto estatal la fuerza que impulsaría el consumo y la inversión pública. Curiosamente, nadie se preguntaba por qué ninguno de estos proyectos –en una nación donde las necesidades de acción pública en servicios muy básicos eran flagrantes– se intentó realizar con recursos y riesgos privados. Ayudaba mucho a esta nueva política económica –supuestamente respetuosa de un modelo económico liberal desmantelado hace ya más de una década– que más de un analista o gremio repitiese que “había respetado las reglas”.
Hoy nuestra deteriorada performance económica muestra los errores en política económica (antimercado) aplicada desde hace más de un quinquenio. Por otro lado, la inacción, sombras y mediocridad de esta administración nos lleva a una serie de interrogantes: ¿perderán solo un año? ¿O serán también los cuatro restantes en medio de inacabables escándalos de corrupción e imputaciones a El Niño costero, Donald Trump o los engañados congresistas de Fuerza Popular?
Después de todo esto, algo resulta muy claro: no es la política, es la economía, compadre.