Por: Axel Kaiser
El Mercurio, 7 de mayo del 2022
“En el momento en que se admite en la sociedad la idea de que la propiedad no es tan sagrada como las leyes de Dios, y que no existe la fuerza de la ley ni la justicia pública para protegerla, comienzan la anarquía y la tiranía”. La frase es de John Adams, uno de los padres fundadores de Estados Unidos y sucesor de George Washington en la presidencia de ese país.
Como la mayoría de los pensadores de su generación, Adams entendía que el orden social libre descansaba, en última instancia, en una robusta protección del derecho de propiedad. Sin ella, el caos era inevitable, pues los ciudadanos tendrían que destinar su energía y esfuerzos a defenderse de la permanente amenaza de usurpación por parte de diversos grupos violentos. Además, el derecho de propiedad era reconocido como un límite fundamental al poder del gobernante.
No es exagerado decir que el constitucionalismo, en tanto doctrina y práctica jurídica que limita el poder del Estado, emergió en el mundo anglosajón en buena medida para resguardar la propiedad y libertad de los ciudadanos frente a la rapacidad de los gobernantes.
La tradición latinoamericana en materia de propiedad es mucho más débil, pues este derecho jamás se ha encontrado anclado culturalmente como en las sociedades anglosajonas. Eso explica, en parte, nuestro fracaso económico y social, el permanente retorno de la anarquía y, en muchos casos, también de la tiranía. Tomemos el ejemplo de Chile. La Iglesia Católica, que en América Latina nunca pudo superar el influjo del populismo jesuita, fue la principal promotora de la destrucción del derecho de propiedad a través de su apoyo a la reforma agraria en los sesenta.
Jurídicamente, el proceso se inició en 1962, bajo el gobierno de Jorge Alessandri, con la Ley N° 15.020. Según esta norma, se permitía la expropiación de predios rústicos “notoriamente mal explotados” y “abandonados” con fines de utilidad pública. Como el artículo 10 N° 10 de la Constitución de 1925 exigía indemnización previa y expropiación por ley especial o sentencia judicial, Alessandri presentó una reforma constitucional para que se pudieran expropiar estos predios pagándose la indemnización con un 10% al contado y el saldo en cuotas anuales iguales en un plazo máximo de 15 años, más el interés que fijara la ley. De la expropiación podía reclamarse ante tribunales agrarios.
Luego, Eduardo Frei Montalva dictaría la ley N° 16.615 de 1967, que reformaría íntegramente el artículo 10 N° 10 de la Constitución. La nueva disposición sostenía que el expropiado tenía “siempre derecho a indemnización cuyo monto y condiciones se determinarían tomando en consideración los intereses de la colectividad y de los expropiados”. Según el nuevo marco normativo, que ampliaba las causales de expropiación, una parte de la indemnización sería pagada al contado y el resto en un plazo de 30 años. El pago no era reajustable por inflación, que en la época rondaba el 30% anual.
Al poco tiempo se aprobaría la ley 16.640, que ya no solo permitía expropiar predios supuestamente improductivos, sino también aquellos que excedieran las 80 hectáreas, con lo cual todo el proceso se convirtió en uno de política redistributiva. Para cumplir con el nuevo objetivo, se creó un procedimiento exprés dejando a los expropiados virtualmente sin acceso a la justicia, pues, salvo excepciones, solo se podía reclamar de la expropiación ante la Cora, que era el mismo órgano administrativo que la había resuelto.
El gobierno de Salvador Allende, por su parte, fomentó las tomas ilegales y violentas y, basado en un decreto de 1932, extendió las expropiaciones a empresas y comercios que operaban en rubros considerados de “primera necesidad”. El corolario del robo institucionalizado avalado por izquierdas y derechas fue la nacionalización de la minería en 1971, mediante la ley de reforma constitucional N° 17.450, aplicada esencialmente a empresas mineras extranjeras.
Sacadas las cuentas, el quiebre del orden legal del derecho de propiedad en Chile permitió a los gobiernos de Frei y Allende arrebatar casi 10 millones de hectáreas a sus legítimos dueños y, sumado al Estado empresario en boga en la época, llevar a que la participación de empresas estatales por sector productivo entre 1965 y 1973 pasara de 13 a 85% en minería, de 3 a 40% en industria, de 25 a 100% en servicios públicos, de 24,3 a 70% en transporte y de 11,1 a 70% en comunicaciones.
Todo este asalto a la propiedad individual y las leyes de mercado que sobre ella se fundan terminó tal cual advertía Adams: hacia 1973, el país se encontraba al borde de la guerra civil, sumido en el caos económico, social y político y con la democracia colapsando sobre sí misma. No ha de sorprender que luego de esta experiencia la Constitución de 1980 diera al derecho de propiedad una protección estricta. Al asegurar límites al poder estatal, es decir, a la demagogia y al populismo de nuestros políticos, la Carta de 1980 buscó, en última instancia, resguardar la paz social, la prosperidad económica y la misma democracia.
Quienes lo duden podrían verse pronto refutados por un nuevo experimento constitucional que confirme, una vez más, la tesis de John Adams, según la cual la falta de una protección férrea del derecho de propiedad es la receta perfecta para la anarquía y la tiranía.