Para encontrar y extraer petróleo se requiere de grandes inversiones; una infraestructura compleja, operadores serios, reglas claras, un Estado ágil, promotor y fiscalizador, y un proceso expeditivo y firme de toma de decisiones. Con sorbetes, baldes y lampas hacemos castillos en la arena, pero no sacamos petróleo.
Que la mitad de los contratos petroleros estén suspendidos por casos de fuerza mayor vinculados con temas sociales y ambientales es una situación crítica. Con reservas petroleras insuficientes y producción declinante no atendemos lo que demandamos. No estamos, pues, en posición de tener el 50% de los contratos petroleros paralizados.
El Perú necesita hidrocarburos para alimentar su desarrollo y satisfacer su demanda con la mayor cantidad de producción propia. Importemos aquello que no producimos, pero no importemos lo que debiéramos estar produciendo hoy.
Esta situación no tiene un único responsable, sino muchos, y el problema es el de siempre: responsabilidad de todos, culpa de nadie. ¿Quién puede revertir esta situación? Solo el Estado.
Todo proyecto tiene al Estado como ‘stakeholder’. Lo distinto en la industria de los hidrocarburos es que sus proyectos necesitan de un mayor apoyo y control del Estado, y es eso lo que hoy no se verifica. Tenemos esfuerzos poco articulados de algunas entidades (acaso solo el MEM o Perú-Petro).
Camisea es una experiencia exitosa que debemos repetir: un mega proyecto realizado a tiempo y dentro del presupuesto. La base de ese éxito fue contar con una férrea voluntad política acompañada por un liderazgo claro (MEM), un promotor comprometido, un rol estatal definido y una sociedad colaborativa.
Necesitamos de esa férrea voluntad política que impulse las actividades en hidrocarburos mientras resguarde el cumplimiento de las normas. Un Estado promotor de inversiones y a la vez celador de que estas cumplan con la regulación no es una contradicción, es una condición necesaria.
Hemos creado de manera inorgánica nuevas entidades estatales y exigencias socioambientales (consulta previa y la no regulable “licencia social”), hecho que ha significado: ausencia de un plan sectorial concordado entre el Estado y los privados; y aumento de la burocracia (tanto en personal como en procedimientos).
Ello explica cómo es que elaborar y aprobar un estudio de impacto ambiental (EIA) pueda tomar más de 3 años, o que la decisión de modernización de la refinería de Talara haya esperado más de una década o que hoy contemos con 34 contratos petroleros paralizados.
Mientras sigamos creando de manera poco articulada entidades públicas, exijamos nuevos procedimientos, no definamos un plan sectorial, no apoyemos la iniciativa privada, o sigamos culpando a los legales de lo que hacen los ilegales, nuestra producción petrolera seguirá decreciendo y los contratos suscritos se irán devolviendo.
Agilicemos procedimientos, elevemos la capacidad de las instituciones, apoyemos la inversión y penalicemos los errores. En actividades de bajo impacto (como la sísmica) podemos remplazar los EIA por compromisos avalados con fianzas; donde se requiera de consulta previa, que esta sirva para satisfacer el requisito de contar con audiencias públicas de los EIA; que las decisiones se tomen por entidades nacionales o regionales pero no por ambas; que exista un solo órgano nacional que dirima cuando se de un conflicto, entre otras medidas, y en general, que se haga sentir la voluntad política.
Como bien decía Jaime Quijandría: “Las empresas petroleras no vienen al país para hacer trámites, vienen a explotar petróleo”.