Por Aníbal Quiroga León
La Razón, 14 de noviembre de 2021
Gonzalo y Rodrigo coincidieron en los primeros años en la universidad. Se hicieron compañeros de estudio y amigos. Antes de finalizar sus estudios hicieron, con otro compañero, un periplo por varios departamentos y pasaron por la casa provinciana de Gonzalo, donde todos fuero bien recibidos y atendidos.
Ya en los primeros años de la vida profesional el destino los enfrentó a retos diferentes. Gonzalo, más activo, estaba abocado a su profesión, en tanto que Rodrigo todavía tenía una nebulosa en la cabeza, pero estaba claro que la parte profesional, para la que tenía nula habilidad, le importaba menos.
Rodrigo se casó casi al salir de la universidad con una compañera de clases. Su matrimonio duró exactamente un año, pero tuvo un hijo. Al tronar con su pareja, dejando el hogar conyugal, fue Gonzalo quien lo acogió en su departamento hasta que se estabilizara y pudiera valerse por sí mismo. Cuando Rodrigo enfrentó el subsecuente divorcio, fue Gonzalo quien lo asistió, representó y defendió.
Gonzalo ganó una beca que lo llevó al posgrado en el exterior. Al año siguiente, Rodrigo siguió sus pasos, siempre guiado por Gonzalo. Al llegar a tierras lejanas, fue natural que este recibiera a aquel, los trasladara y acomodara. También Gonzalo se le adelantó en el regreso al Perú, un año antes, de manera que, cuando a Rodrigo le tocó volver, ya sabemos quién lo recibió en el aeropuerto de Lima.
Gonzalo acerca a Rodrigo a la universidad en la que trabajaba, logra que lo consideren en la planta de profesores y consigue que le publiquen su tesis en formato de libro. A partir de allí, los caminos se bifurcan. Gonzalo, siempre con su actividad profesional y académica, y Rodrigo –negado para la profesión– solo hizo vida institucional y de sibilina intriga.
Un buen día dejaron de hablarse. Y Rodrigo tomó distancia de Gonzalo y empezó a hablar mal de él. En algún momento inclusive lo sucedió en un cargo universitario que este tuvo antes que aquel. Hasta que la vida los llevó a postular a un importante puesto jurisdiccional que los integraría con otros colegas igualmente designados. Rodrigo, enquistado en la administración pública, logró su nominación y parte de su campaña consistió en desacreditar a Gonzalo, llegando incluso a entrevistarse con la presidenta del Congreso con ese afán. Ya puesto en el cargo, por esos azares del destino, la primera actuación en que le tocó estrenarse fue un tema en el que participaba Gonzalo.
Con toda la mala fe del caso, y la habilidad de quien hace las cosas por la espalda, no solo propuso un resultado absolutamente desfavorable a su examigo, contrariando las reglas existentes, sino que, además, le dejó un presentito: propuso que, inventando cargos inexistentes, la fiscalía penal “investigase” la conducta de Gonzalo y lo acusara para su procesamiento penal, con lo cual lo sacaba de la carrera jurisdiccional si lograba que a la mala le abrieran proceso penal, aunque sea con hechos inventados y sustento artificiosamente fabricado. Felizmente, un valiente fiscal resistió a sus embates y liberó a Gonzalo de toda responsabilidad.
Cuando su propuesta fue llevada a sus colegas, estos repararon el evidente exceso y lo desaprobaron, ordenándole que dicho extremo sea retirado, a lo que Rodrigo accedió a regañadientes. Pero he aquí que, aprovechando el viaje de sus colegas, insistió en el documento original sorprendiéndoles y engañándoles al decirles que ya había sido modificado, tal como ellos pedían, y que la acusación contra Gonzalo había sido retirada. Pero, resabiado, no lo hizo y subrepticiamente obtuvo las firmas de sus colegas haciendo que el documento se publicara con el grave cargo a su examigo.
Ciertamente esto causó gran malestar entre sus colegas, pero a Rodrigo eso no le importaba. Ciertamente no solo fue una deslealtad, sino una clara inmoralidad, pero eso tampoco le importaba. Adalid de la moralidad y de la corrupción cero, había torcido la justicia para dar cabida a sus demonios, complejos y frustraciones, lo que también es una manifestación de evidente corruptela. Y así transitó por esa institución, con más pena que gloria, para terminar, recalando en la burocracia universitaria. Una alegoría a la felonía, la inconsecuencia y la hipocresía en su más alto estándar. Una joyita.