Anibal Quiroga
Perú21, 22 de marzo del 2025
«Bajo la fachada de legitimidad, el ‘lawfare’ somete al ‘enemigo’ inhabilitándolo, deslegitimándolo o desacreditándolo con procesos judiciales aparentemente ‘legítimos’ que algunos aplauden al unísono».
Nuestra democracia constitucional soporta intenso fuego cruzado. Estamos en medio de una guerra de guerrillas con ataques desde disímiles frentes. Ya no se disparan obuses: hoy se denuncia. Yo te denuncio, tú me denuncias, nosotros te denunciamos, todos se denuncian. Se trata de obtener réditos políticos con armas jurídicas. Ya no disparan balas: se arrojan sentencias, vacancias, suspensiones, inhabilitaciones y, como no, “cautelares”.
Estamos en el desarrollo del “lawfare”, neologismo que combina “law” (derecho) y “warfare” (estado de guerra). En su acepción política, diferente de la militar donde nació, describe el uso —y el abuso— de procedimientos judiciales y del sistema jurídico con objetivo de eliminar, dañar o deslegitimar al adversario dentro del fragor de la política. En lugar de armas, o de la fuerza bruta con atentados como antaño, hogaño se usan leyes y tribunales —una guerra más sofisticada, pero guerra al fin— para hostigar o debilitar al adversario político para desaparecerlo o mellar su legitimidad pública.
En su acepción jurídica, el “lawfare” ha evolucionado en la medida que los conflictos políticos han adoptado formas más sofisticadas y son menos visibles que la violencia directa. Antes los regímenes opresivos recurrían al secuestro, tortura, atentados, desaparición, deportación o expatriación del opositor como herramientas para extinguir la disidencia. Hoy se han sustituido por medios más sutiles, en apariencia “civilizados”, pero igualmente barbáricos.
Con el tiempo estos métodos se sofisticaron en la política y se posicionan con el uso estratégico del sistema jurídico para perseguir al adversario. Bajo la fachada de legitimidad, el “lawfare” somete al “enemigo” inhabilitándolo, deslegitimándolo o desacreditándolo con procesos judiciales aparentemente “legítimos” que algunos aplauden al unísono.
Acusaciones por corrupción, manipulación de pruebas, exposición pública de información reservada no comprobada, prolongadas investigaciones sin fundamento, procesos múltiples o seriados, de bagatela, prisiones preventivas indiscriminadas e interminables, tráfico de “colaboradores eficaces”, injustas condenas a muy larga prisión, reapertura permanente de investigaciones policiales o fiscales so pretexto de no ser cosa juzgada, indiscriminadas imputaciones por lavado de activos u “organización criminal” (el caso de PPK es emblemático) y campañas mediáticas alineadas con el aparato judicial. El adversario es herido jurídicamente, cuando no muerto legalmente.
Jueces, fiscales y operadores jurídicos aparecen como nuevos “activistas” de la política, jalonando día a día la lucha por el poder. Como siempre, los extremos se tocan en la actual refriega, como ocurre entre una fiscal suprema —considerada impulsiva y de pocas luces— y un exministro de seguridad tantito grotesco y autotitulado “procesalista”.
La evolución se ha dado desde la persecución física abierta hacia la represión sutil con el sistema jurídico como arma, donde las leyes —su manipulación— y los tribunales —con su uso malintencionado— han evolucionado hoy a un nuevo campo de batalla no menos sangriento. ¿Pronóstico? Reservado.