Por: Alfredo Thorne, Ex Ministro de Economía y Finanzas
El Comercio, 30 de enero de 2019
El Comercio, 30 de enero de 2019
El debate de cómo lograr una mayor tasa de crecimiento potencial –aquella que resulta de usar a plena capacidad nuestros factores de producción– llega en buen momento. Después de una de las expansiones globales más largas de la historia reciente que comenzó tras la gran recesión del 2009, la economía global empieza a desacelerarse y nuestros dos principales socios comerciales –China y Estados Unidos– son los más afectados. De hecho, algunos analistas pronostican que EE.UU. entrará en recesión en el 2020.
Existe un consenso en que las medidas más apropiadas para alcanzar un mayor crecimiento potencial son las que aumentan la productividad y la formalización. La literatura económica es clara en señalar que lo que induce aumentos en el crecimiento potencial es la productividad total de factores, definida como la forma en la que se combinan los distintos factores de producción, esencialmente el trabajo y el capital, pero que incluyen a otros componentes, como el nivel de entrenamiento de nuestros trabajadores y, sobre todo, la inversión en el conocimiento y la innovación.
Sin embargo, este proceso de generación de productividad es más complicado de lo que parece a simple vista. De hecho, las mediciones de la productividad total de factores son hasta cierto punto ambiguas, pues esta se calcula como residuo una vez que se ha estimado la contribución del capital y del trabajo al crecimiento económico. También es el caso que muchos componentes del índice de competitividad que calcula el Foro Económico Mundial tienen poca correlación con la productividad.
Hay una medida que tiene un gran efecto comprobado sobre la productividad en base a estudios realizados en países exitosos. Se trata de lo que el gran economista austríaco Joseph Schumpeter denominó como la “destrucción creativa”. Esta se define como la capacidad que tiene una economía para movilizar recursos entre sectores y, como se entiende intuitivamente, la capacidad para extraer recursos de los sectores que pierden rentabilidad y llevarlos hacia los sectores que la ganan. En una economía expuesta a cambios estructurales bruscos, como la nuestra, esta flexibilidad determina en última instancia qué tan rápido nos adaptamos al cambio. Hoy, por ejemplo, enfrentamos la cuarta revolución industrial con las innovaciones tecnológicas, pero experimentamos otros cambios más sutiles. Uno de ellos es el ascenso de nuestra agricultura, que empieza a generar mayor rentabilidad y que requiere de una mayor oferta de trabajadores calificados y de capital.
Una mirada simple a nuestra economía nos señala que carecemos de esta ansiada movilidad. Por ejemplo, Miguel Jaramillo encontró que dentro del empleo formal existe una gran movilidad laboral: los trabajadores se mueven entre puestos de trabajo, lo que permite que los más calificados migren hacia los puestos más productivos. Lo sorprendente es que casi no existe movilidad entre el sector formal y el informal para los trabajadores que han iniciado su vida laboral en alguno de esos sectores, cuando se espera que en una economía en transformación la movilidad suceda de manera natural; es decir, que la formalización avance. Más sorprendente aun es la falta de movilidad de nuestro escaso capital productivo. Muchos estudios, entre ellos uno reciente del BID, han caracterizado nuestra estructura empresarial como un pequeño grupo de grandes empresas con altas productividades y una gran cantidad de micro y pequeñas empresas con productividades que apenas alcanzan el 6% y el 16%, respectivamente, de las grandes, y en donde habita la informalidad (el llamado enanismo empresarial).
Existen muchas propuestas sobre lo que debemos hacer, pero nuestra delgada fibra política solo nos permite avanzar a pasos muy pequeños, los que necesitan generar pasos importantes que procuren beneficios sociales. Hay dos áreas que califican en esta dirección. Lo primero es retirarle los sobrecostos al salario asegurando que el trabajador mantenga estos beneficios –esta fue la base de las recomendaciones de la Comisión de Protección Social (CPS)–. El hecho de que un trabajador formal tenga que pagar altos costos para acceder a sus servicios sociales y que estos estén atados al puesto de trabajo y no al trabajador impide que este quiera formalizarse. El economista mexicano Santiago Levy, por ejemplo, propone financiar gradualmente estos beneficios con impuestos al consumo, reducir aquellos sobre el puesto de trabajo y ligar los beneficios al trabajador (tal y como lo recogió la CPS).
Algo similar sucede con nuestro capital. Aquí no existe una sola política, pero es claro que nuestros sistemas –judicial, tributario, financiero y regulatorio– impiden que el capital fluya libremente. Ya hemos mencionado en un artículo anterior lo crítica que es la reforma del sistema de justicia y lo importante que resulta afianzar los derechos de propiedad –claves en un sistema capitalista–. Pero también destacan los sesgos tributarios que, por ejemplo, penalizan a una empresa agrícola que quiera convertirse en industrial, pues automáticamente pasa a pagar un Impuesto a la Renta del 29,5% (en vez del 15% del régimen agrícola). El sesgo tributario también impacta en el financiamiento, al hacer más oneroso a un empresario financiarse con aumentos de capital (el financiamiento que mejor absorbe el riesgo) que con una deuda bancaria. En vez de seguir promoviendo excepciones y regímenes especiales, podríamos retirar toda restricción que impida el libre flujo de capital entre empresas y promover una profunda reforma del mercado de capitales. Solo así nuestra economía podrá entrar en ese proceso virtuoso de “destrucción creativa” que nos llevará hacia mayores niveles de productividad y bienestar.