POR: ALFONSO BUSTAMANTE CANNY
Perú21, 1 de enero de 2021
Hace una semana se derogó la Ley de Promoción Agraria que estuvo vigente por 20 años, renovada el 2019 y vigente hasta el 2031, violentando abruptamente la estabilidad jurídica que debe cautelar el Estado si pretende generar confianza para promover inversiones.
La derogada ley había logrado atraer emprendimientos de todo tamaño en las zonas más áridas del país, –generando un crecimiento sostenido por todos los años que esta estuvo vigente– lo que impactó positivamente en casi 1 millón de personas quienes gracias a estos emprendimientos hoy cuentan con un ingreso digno, formal y bancarizado en buena parte del año.
Este ingreso, sin embargo, no resuelve la situación de inmemorial abandono del Estado, con un nulo o precario acceso a la educación, salud, vivienda digna, infraestructura social y servicios públicos, aunque en electricidad, telefonía e Internet se avanzó mucho gracias a la inversión privada. Esas legítimas demandas son impostergables y, sin embargo, no parecen ser prioridad de gobierno alguno.
Lamentablemente, debido a la ausencia del Estado, la población rural, azuzada por unos pocos agitadores con recursos económicos suficientes para generar violencia, vuelca sus reclamos a la empresa privada y cuyo efecto amenaza por destruir lo que sustenta el empleo rural.
Es que en las zonas alejadas de las ciudades no hay nadie más a quien reclamarle, está solo la empresa: las autoridades regionales elegidas democráticamente no cuentan con las capacidades necesarias para ejercer su función, el Gobierno central no tiene NINGÚN PLAN para el alivio inmediato a la pobreza y TORPEDEA las condiciones para que esa población tenga oportunidades de desarrollo social, como lo acaba de hacer al promulgar esta ley.
Se usó como excusa para destrozar la legislación anterior y promulgar esta ley a las empresas infractoras, como si por arte de magia, endureciendo la letra en una nueva ley, los corruptos dejarían de serlo y el Estado dejaría de mirar al costado en corrupta complicidad.
Es así que, para salir del paso y sin evaluar las consecuencias, el Congreso optó por lo fácil: pasarle la factura a la empresa. Sin debate técnico ni concurrencia de los actores –trabajador y empleador–, el Congreso de la República se atribuye funciones que no le corresponden y fija una remuneración mínima sectorial (con la incorporación de un bono especial para el trabajador agrario) que impedirá que muchas empresas puedan seguir operando, obligándolas a elegir entre cerrar sus operaciones o transitar hacia la informalidad. Ahí donde las reglas no aplican y los trabajadores no tienen protección alguna.
Me temo que esta batalla no busca defender a los más vulnerables, todo lo contrario, ellos son los que, como siempre, pagarán por la irresponsabilidad de unos cuantos congresistas y un indolente Poder Ejecutivo. Más bien se trata de una batalla pseudo ideológica, donde las ideas han sido derrotadas por el chantaje, el amedrentamiento, la componenda y la amenaza.
Me temo también que se ha generado expectativas imposibles de cumplir en la población rural, inoculando en parte de ella, el virus de la desconfianza y un ambiente hostil hacia la inversión privada. Será tarea de todos: líderes de opinión, empresarios, políticos y académicos recuperar esa confianza. Ojalá se logre antes de que termine el mes de abril próximo.