Por: Alfonso Bustamante, Director de ComexPerú
ComexPerú, Negocios Internacionales febrero-enero
En el Perú existen más de 4 millones de hectáreas dedicadas a la explotación agropecuaria, pero en el 90% de ellas no se cumplen las reglas impuestas por la ley. Son informales. Quienes trabajan ahí no tienen protección laboral y la gran mayoría no recibe una remuneración por su esfuerzo, pues se trata de agricultura familiar, que muchas veces condena a la pobreza a quienes se desempeñan en ella por la precariedad de su actividad: sin capital ni acceso a semillas mejoradas, sin canales de comercialización que les asegure precios justos, sin herramientas modernas, sin educación y con un enorme déficit de infraestructura.
A ellos no les aplica el derogado Régimen de Promoción Agraria (11 años antes de su vencimiento) ni el nuevo Régimen Laboral Agrario y de Incentivos para el Sector Agrario y Riego, Agroexportador y Agroindustrial, el cual establece una remuneración mínima mayor en un 30% y con mayores exigencias para el empleador que en cualquier otro sector.
Con la nueva ley, los más de 3.5 millones de peruanos dedicados a la producción agropecuaria informal o familiar no verán sus problemas económicos resueltos. Esa población vive en absoluto abandono por parte del Estado y con ingresos inferiores a la remuneración mínima vital. Ellos estuvieron ausentes en el debate congresal de los últimos días de 2020, en el que se legislaron en nombre del “trabajador agrario” condiciones que no aplican a su realidad. NINGÚN CONGRESISTA tomó en cuenta su precaria situación. Prefirieron apuntar sus cañones a la empresa formal, en las cuales los trabajadores del agro cuentan con los mismos derechos que otorga el Régimen General.
La agricultura moderna surgió en el Perú en el siglo XXI bajo condiciones adversas: terrenos agrícolas fragmentados por la reforma agraria de 1969; rigidez en la Ley General del Trabajo, que impide la contratación de personal por temporadas; y falta de inversión en investigación, lo que deterioró el material genético de los productos agrícolas que en el pasado nos habían convertido en una potencia exportadora de algodón y caña de azúcar.
En esa coyuntura se promueven las irrigaciones en los desiertos, que habilitan tierras eriazas que, con una alta inversión y el uso de nuevas técnicas de riego, se convierten en terrenos agrícolas.
En octubre de 2000 se aprobó la Ley de Promoción Agraria (LPA), que permitía la contratación laboral intermitente, lo que generó la incorporación de 210,000 nuevas hectáreas productivas dedicadas principalmente a la agroexportación, y le dio trabajo a 500,000 trabajadores del campo y otro medio millón más por actividades industriales, logísticas y de servicio conexas. La agroexportación se convirtió en la segunda fuente de divisas para el Perú.
El Congreso de la República, en complicidad con el Ejecutivo, borró de un plumazo y sin ningún análisis una de las leyes con mayor eficacia de la historia del Perú. La que atrajo a un sector de altísimo riesgo más de 20,000 millones de dólares provenientes del ahorro privado interno como capital semilla, préstamos bancarios y, principalmente, reinversión de utilidades. Como todos sabemos, esta es la única receta para la lucha contra la pobreza. Se logró crear 4,700 empresas formales dedicadas al agro. Y gusten o no las condiciones laborales o tributarias establecidas en la ley, su abrupta derogación representa un duro golpe a la estabilidad jurídica que debe primar en los países que quieran generar confianza para atraer inversiones.
El Gobierno de Transición del presidente Sagasti no fue capaz de restaurar el orden frente a las protestas violentas en Ica y Chao, y sometió las políticas públicas al chantaje y a las componendas. Pudieron más la inseguridad y el miedo que la responsabilidad asumida, sobre todo, con la población más vulnerable.
La agenda la marcaron unos pocos congresistas de izquierda cuyos nombres de pila rememoran a líderes de la revolución bolchevique. Ellos, al igual que sus ídolos, repudian la actividad privada y llaman a la violencia para generar la destrucción de la economía social de mercado. Estos agentes de la destrucción no exigieron que EsSalud esté presente en las zonas rurales para brindar a la población servicios de salud, tampoco pidieron que se invierta en infraestructura social ni pelearon por una mejor educación. No importó que los salarios y condiciones laborales en la agricultura moderna dupliquen los de la agricultura informal. Nunca escucharon la propuesta remunerativa del sector formal que premia la eficiencia con bonos de productividad, con lo cual se promueve la capacitación y el empoderamiento del trabajador agrario. No, se estandarizó un bono igual para todos, independientemente del esfuerzo y la productividad, sin importar que esta carga pueda resultar tan pesada que obligará a muchas empresas a elegir entre cerrar sus operaciones o transitar hacia la informalidad. Esa donde las reglas no aplican y los trabajadores no tienen protección alguna.
Los resultados de la referida ley están aún por verse. Las empresas consolidadas podrán adaptarse efectuando un recambio de cultivos con genética avanzada e implementando mecanismos de automatización y robótica, y reduciendo la dependencia laboral menos productiva. Las empresas no consolidadas sufrirán y difícilmente podrán mantenerse, con la consecuente reducción de puestos de trabajo.
Así pues, concluyo con que este cambio de norma obedece más a una victoria de la izquierda radical sobre la economía de mercado, la derrota de las ideas sobre la violencia y el sometimiento de la gobernanza al chantaje.