La semana que pasó ha sido una de las más tensas y difíciles para el Gobierno. Repsol, Nadine y Venezuela convirtieron el ambiente político en incierto y extremadamente preocupante. Sin embargo en las últimas 72 horas la tormenta parece amainar.
El gobierno ha tomado tres decisiones, sin duda, acertadas: Primero: Dejar el tema de la compra de Repsol. Segundo: Anunciar que no insistirá en la “candidatura conyugal” bajo ningún recurso legal y menos constitucional. Y, tercero: Invocar a la “tolerancia y al diálogo” al gobierno de Venezuela recordando la auditoría integral ofrecida por Maduro cuando estuvo en la reunión de emergencia de Unasur, en Lima.
La crisis política, por lo pronto, parece camino a resolverse. Y en esa dirección bien haría el gobierno en silenciar a sus voceros parlamentarios que siguen en una actitud torpe, desestabilizadora y contraproducente. Sin embargo el daño, el deterioro y el perjuicio económico están hechos. No se puede borrar lo hecho, la sensación generada ni la incertidumbre provocada.
No hay nada peor para la inversión, nacional o extranjera, que generar la percepción de bipolaridad política o económica. Menos aún si esta ambivalencia es producto, no de una ideología, sino de la improvisación, de un impromptus, o de la falta de ideas.
La confianza si no está rota por lo menos ha sufrido una rajadura inocultable. El politólogo Francis Fukuyama sostiene que “el bienestar de una nación, así como su capacidad para competir, se halla condicionado por una única y penetrante característica cultural: el nivel de confianza inherente a esa sociedad”. Sin confianza no podemos progresar; sin credibilidad no hay proyecto nacional posible; sin certidumbre no hay forma de avanzar.
Esa confianza que el gobierno ganó en casi dos años y perdió en pocos días tiene que reconstruirse. No por el gobierno sino por el país, y porque es indispensable para continuar en la senda del crecimiento.
Más allá de quien o quienes son los responsables, lo que todos debemos buscar ahora es acercar extremos, limpiar el terreno y generar nuevos espacios de consenso, diálogo y unidad. Los grandes y verdaderos enemigos nos acompañan siglos y los conocemos bien: la pobreza, la corrupción, la falta de educación y oportunidades. Cuánto podemos hacer “juntos” para derrotarlos es lo que debemos preguntarnos. Es allí donde debemos trabajar sin distracción.