Por: Adriana Tudela
Expreso, 1 de noviembre de 2020
El pasado domingo se llevó a cabo en Chile el esperado plebiscito a través del cual nuestros vecinos del sur decidieron, por abrumadora mayoría, formar una asamblea constituyente para crear una nueva Constitución y dejar atrás aquella que los llevó al éxito económico y social. Este evento viene generando muchísimo entusiasmo entre los sectores más inclinados hacia la izquierda del espectro político nacional.
Hace ya una semana que recibimos constantes mensajes reformistas desde la izquierda, la que argumenta que nuestro deficiente sistema de salud, la mala calidad de la educación peruana, las fallas en el sistema de pensiones, entre otros males que nos aquejan, encuentran explicación en que tenemos una Constitución “neoliberal” que perpetúa la desigualdad y los privilegios de unos sobre otros.
En entrevista con Rosa María Palacios, Verónika Mendoza dio una magistral exposición que no solo puso en duda si alguna vez había leído nuestra Constitución, sino que evidenció que esta narrativa es contrafáctica.
¿Cómo así resulta que en un país en donde el 95% de las prestaciones de salud son administradas por el Estado, la mala calidad de ese servicio es culpa de los privados que proveen al 5% restante del mercado? ¿De qué manera el hecho de que la Constitución permita la educación privada incide en que la educación pública sea mala? Lo cierto es que todos los problemas que la izquierda pretende adjudicar al texto constitucional en realidad tienen raíz en la ineficiencia del Estado, no en la existencia de la iniciativa privada.
Es por eso que, casi sin excepción, cuando se discute con los partidarios de una nueva constitución terminan recurriendo al viejo argumento de que la Constitución “de Fujimori” es ilegítima por haber nacido tras el autogolpe producido el 5 de abril de 1992. Ahí parece radicar el verdadero problema de la izquierda con la Constitución del 93, lo que es curioso dado que su predilecta Constitución del 79 tampoco fue producto de un proceso precisamente democrático y fue concebida en plena dictadura militar.
Marisa Glave nos da luces respecto a esa idea en su última columna en el Diario La República, donde, en relación a lo ocurrido en Chile, señala que “(…) el símbolo –para muchos la causante– de este espejismo cínico, que ocultaba las hondas diferencias sociales, era la Constitución. Nacida del golpe de Estado de Pinochet contra el gobierno democráticamente electo de Salvador Allende, (…) ha sido el eje de las políticas chilenas hasta hoy.”
Este razonamiento es, por supuesto, una falacia ad hominem que no comprende el verdadero rol que cumple una constitución. En el Perú, el año 93 entró en vigencia una nueva constitución no porque la del 79 haya sido hija de la dictadura militar, sino porque sus preceptos habían llevado al país a un total y profundo fracaso económico y social.
Se trata realmente de lo que la Constitución simboliza, más que lo que finalmente diga o no su texto. Esto explica por qué no quedarían satisfechos con modificarla. Quieren una Constitución nueva porque para ciertos sectores de la izquierda, más allá de ser un pacto social, la Constitución simboliza la victoria de un proyecto político sobre otro.
No importa, entonces, si la Constitución tiene vigencia por reflejar un consenso sobre cómo debe funcionar el país, ni si nos ha llevado a reducir significativamente la pobreza y la desigualdad. Importa qué gobierno la gestó; quién “ganó”.