Jaime de Althaus
Para Lampadia
La muerte de Abimael Guzmán debería servirnos para revisar los mitos y narrativas que se han construido en torno al terrorismo en el Perú, y que han impedido que la victoria sobre el senderismo haya sido total.
El primer mito es el que postula que la causa facilitadora del terrorismo fue la pobreza, la explotación. Lo dijo el sábado ministro de Justicia Aníbal Torres y Vladimir Cerrón lo puso así en un tuit:
“Muerte de Abimael Guzmán debe reflexionar al país si las causales del terrorismo subversivo y de estado, han desaparecido, menguado o se mantienen. Mientras existan grupos humanos privilegiados y otros explotados, la violencia encontrará tierra fértil”
La causa del ataque terrorista al Perú, que dejó decenas de miles de muertos, no fue la pobreza ni la desigualdad, sino de la ideología marxista-leninista-maoísta que predica la lucha de clases y la conquista del poder por medio de la lucha armada conducida por la vanguardia del pueblo que es el partido. En este caso, el Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso (PCP-SL). Una ideología que generó una maquinaria de guerra y de muerte para tomar el poder.
Por eso la mayor cantidad de víctimas de Sendero fueron campesinos pobres -algo diabólicamente necesario para construir bases de apoyo-, y no hacendados que ya no existían luego de la reforma agraria, y lo que facilitó su avance fue el desmantelamiento del Estado local basado en el orden señorial, sin que fuera reemplazado por un Estado moderno.
Los campesinos nunca se sumaron voluntariamente a las huestes de Sendero Luminoso. Fueron sometidos por la fuerza y a punta de asesinar a sus autoridades. Por eso la victoria final sobre Sendero se produjo cuando por fin pudieron liberarse de ese yugo gracias al apoyo en armas que empezaron a recibir a partir de 1990.
Los dirigentes de Sendero no eran indígenas. Eran blancos (algunos, como Abimael Guzmán, costeños) o “mistis” cuyos padres, en algunos casos, habían perdido sus haciendas o fundos con la reforma agraria. Ellos, más bien, replicaron con la base campesina, de una manera perversa y asesina, el mismo tipo feudal de relación heredado de sus padres y abuelos, e instrumentaron al campesinado como carne de cañón.
La estrategia victoriosa
El Perú, en cambio, sólo pudo derrotar a Sendero precisamente cuando superó la tara colonial y consideró a los comuneros como iguales, cuando el Estado decidió aliarse en lugar de enfrentarse a los campesinos, dándoles armas y ayuda cívica. A partir de ese momento fueron los propios ronderos quienes señalaron y derrotaron a los terroristas.
El otro componente fue el fortalecimiento de la inteligencia policial para capturar a las cúpulas y jueces militares y sin rostro para juzgar a terroristas en lugar de ejecutarlos extrajudicialmente, como ocurría en los 80. La detención de Abimael Guzmán fue la mayor prueba de esto.
Entonces lo que derrotó a Sendero fue una estrategia inteligente y esencialmente respetuosa de los derechos humanos basada en una alianza con el campesinado, en inteligencia policial y en justicia eficaz. El conductor de esa estrategia, sin embargo, terminó en la cárcel con una condena de 25 años sin pruebas por violación de los derechos humanos. Esto debido a la acción criminal del grupo Colina, que fue un elemento extrínseco a la estrategia general (pues lo que derrotó a Sendero no fueron los asesinatos del grupo Colina, si no la captura de las cúpulas, su enjuiciamiento y la alianza con las comunidades).
El Perú no la ha convertido en orgullo nacional
Por esa razón el Perú no ha podido capitalizar en orgullo nacional esta estrategia inteligente, victoriosa y desarrollada en lo posible dentro del marco jurídico. Algo que ningún país de América Latina había logrado. La reacción que generó la opresión política al final del fujimorato para buscar la perpetuación en el poder, determinó que se persiguiera al fujimorismo y al propio Fujimori por los delitos cometidos por el grupo Colina, centrando la atención pública y la narrativa social en las violaciones de los derechos humanos -que habían sido atrozmente mucho mayores en los 80-, soslayando los méritos de la estrategia victoriosa.
Por eso -repito- el Perú no ha podido capitalizar como una gran realización nacional la victoria inteligente y ejemplar sobre el mas sanguinario de los terrorismos latinoamericanos. No solo eso: el ataque terrorista al Perú se convirtió incluso en los textos escolares en “conflicto armado” o “guerra interna”, como si Estado y Sendero hubiese sido dos fuerzas ontológicamente equivalentes, legitimando implícitamente en esa medida el accionar senderista y emerretista. En varios libros de colegio la cantidad de palabras dedicada a reseñar las violaciones de los derechos humanos cometidos por las fuerzas armadas era mayor que la dedicada a las violaciones de Sendero Luminoso o el MRTA.
Por eso es que la extraordinaria victoria campesina, militar, policial y judicial sobre Sendero no se ha convertido del todo en una victoria política e ideológica, y hoy vemos a sendero reencarnado en el Movadef y, aunque con engaños, encaramado en posiciones gubernamentales.
Campesinos como víctimas y no como ciudadanos salvadores
Un efecto derivado de aquella narrativa es que tampoco el Perú haya podido capitalizar la incorporación ciudadana de los campesinos andinos a la república. Desde el momento en que se convirtieron en aliados horizontales de la fuerza armada y del Estado peruano, se sintieron, en efecto, ciudadanos ya no sólo de su comunidad, sino del país, y vencieron a los terroristas. Jugaron un papel nacional, como lo habían hecho en la campaña de la Breña junto a Cáceres, contra los chilenos, la única campaña en la guerra del Pacífico en la que nuestro país obtuvo victorias y puso en jaque a los chilenos.
Para vencer a Sendero fue necesario -repetimos- superar la distancia étnica y soldar la fractura colonial. Esa alianza horizontal y victoriosa entre el Estado criollo y los comuneros andinos redimió, en cierto sentido, la historia, y redimió las matanzas y los horrores de la década anterior, que parecían confirmar la entraña feudal, colonial y racista del Estado criollo peruano. Y convirtió en ciudadanos -del Estado Peruano, salvado por ellos- a los campesinos, por lo menos en ese momento. Lamentablemente el país no pudo consolidar esa conquista en un reconocimiento permanente pues, sobre todo a partir de la Comisión de la Verdad, se impuso la narrativa paternalista de los campesinos como víctimas en lugar de ciudadanos-vencedores y salvadores del país.
Todavía hay mucho por hacer para terminar con el legado de Abimael Guzmán. Lampadia