Jaime de Althaus
Para Lampadia
Carlos Meléndez se preguntaba (Peru21, 21-03) inteligentemente a qué se debe que mientras la sociedad chilena tomó voluntariamente la decisión de autorrecluirse en sus hogares, los peruanos hemos sido compelidos a hacerlo a punta de estados de emergencia y toques de queda.
La razón de ello -responde Meléndez- radica en la desconfianza interpersonal, que en el Perú, según LAPOP, es muy alta, una de las más altas del continente, en tanto que en Chile es una de las más bajas. La desconfianza interpersonal de los peruanos se equipara a la de los africanos.
Su línea de explicación sirve para iluminar lo que está pasando. Pero donde me parece que no da exactamente en el blanco es cuando señala la causa de esa desconfianza. El considera que proviene de episodios de crisis anteriores. “Nuestras respuestas autoritarias a previas crisis económicas y de seguridad (lucha contrasubversiva), se fundamentaron en un orden impuesto “desde arriba” y no en la construcción de un tejido social sostenible y para el bien público”.
La verdad, no es claro ni exacto. La crisis económica fue afrontada en agosto de 1990 con un shock que fue dado en democracia. Muchas reformas se adelantaron en democracia. El autogolpe se produjo el 5 de abril de 1992. En todo caso, ¿cómo podría haberse enfrentado la crisis económica, la hiperinflación, desde abajo? Para compensar los efectos del shock, en cambio, sí se potenció la organización social existente, desde comedores populares hasta núcleos ejecutores. Sí es cierto, sin embargo, que los Comités Locales de Administración de Salud (CLAS), por ejemplo, donde la comunidad gestionaba las postas con mayor eficiencia que el Estado, fueron anulados cuando en el gobierno de Toledo los médicos, que eran contratados, pasaron a ser nombrados, despojando de poder de gestión a los Comités. Una lástima.
Y en cuanto a la lucha contrasubversiva, la afirmación de Meléndez es válida para la estrategia que se aplicó en buena parte de los 80 -aunque los gobiernos fueran democráticos-, pero no para la que se empezó a ejecutar desde fines de los 80 y sobre todo en los 90, que se basó precisamente en una alianza con las comunidades campesinas para derrotar a Sendero. El éxito de esa estrategia estuvo precisamente en esa alianza, y en inteligencia en las ciudades.
Meléndez lo advierte sin embargo cuando, a continuación, escribe: “Las excepciones de fortalecimiento comunitario fueron soslayadas. Así, ni las organizaciones sociales de subsistencia vecinal ni las rondas campesinas de autodefensa se transformaron en redes sociales de apoyo en épocas de “normalidad”.
Pero el “fortalecimiento comunitario” no fue una excepción: fue el eje central de la estrategia que derrotó a Sendero en el campo. En lo que sí tiene razón es que ya en normalidad las rondas no se incorporaron, por ejemplo, al sistema nacional de seguridad. Pasaron al olvido.
No solo eso. El Estado nacional y la sociedad civil nunca agradecieron ni reconocieron en el nivel debido el papel de las comunidades y rondas en la derrota del terrorismo. Al defender al país, los campesinos andinos adquirieron ciudadanía nacional. Pero esa ciudadanía no fue reconocida. Los campesinos más bien fueron victimizados o perseguidos. El país está en deuda.
La causa profunda de la desconfianza interpersonal no está solo en la falta de abrazo e incorporación institucional del aporte popular y andino, sino en algo que el propio Meléndez apunta cuando señala: “Aunque muchos empeños emprendedores del sector “informal” se basan en capital social existente entre familiares y paisanos, la ausencia de referentes institucionales ahonda en una indiferencia por el bien común”.
Pero lo que hay que hacer es describir un poco mejor este fenómeno e identificar su causa. Cuando el círculo de confianza se agota en la familia o la comunidad, es que todavía no se ha pasado de la sociedad de “status” a la de “contrato”, al decir de Henry Maine. Un migrante puede vivir en una ciudad de 10 millones de habitantes, pero solo trabaja con sus familiares y paisanos y los intercambios económicos o de trabajo fuera de ese círculo son eventuales o se basan también en relaciones personales. Esa persona no se ha convertido aun plenamente en un sujeto-ciudadano plenamente portador de derechos civiles (libertad, propiedad, contrato, justicia), en un agente económico y social autónomo -como diría Guillermo 0’Donnell-, en la sociedad mayor.
La confianza en la sociedad mayor no es una confianza basada en relaciones personales. Es la confianza en el título y registro de propiedad como garantía de mis posesiones; en el contrato, que puede ser realmente defendido en una corte de justicia; en la asociación en una empresa con un socio no familiar, sobre la base de una institucionalidad que protege mi participación. Es una confianza abstracta, en el sistema, en la institucionalidad mayor.
Pero esa confianza abstracta repercute en la confianza interpersonal. Los demás no son potenciales depredadores en una selva sin reglas, sino ciudadanos igualmente obligados a la ley.
El que eso no exista esa confianza abstracta es la informalidad. No se participa de la institucionalidad mayor, de la ley, que es la que garantiza los derechos individuales. Pero la causa de esto está en la naturaleza de esa institucionalidad. Está diseñada para grandes unidades económicas, no para las pequeñas. Resulta, entonces, demasiado onerosa y engorrosa, alejada de la realidad. Es inaccesible.
Esa es la gran reforma que hay que hacer. Lampadia