Mientras todo sucede
Milagros Leiva
Para Lampadia
Acabo de asistir a la graduación de mi sobrino Francesco vía YouTube en vivo. Las autoridades de Toronto daban la bienvenida a todos los alumnos que terminaron sus maestrías y que estaban enlazados a través de la plataforma mientras hablaban en un auditorio cuyos asientos vacíos nos hablaban de la espantosa situación que vivimos por culpa del Covid-19. Ese mismo día también acababa de exponer en un webinar y veía con sorpresa como en el mismo momento 2,500 participantes me escuchaban que hay que creer para crecer. La pandemia nos ha quitado la posibilidad de celebrar en grupo, de conectar nuestras energías en persona, pero la virtualidad nos ha devuelto a todos la enorme oportunidad de seguir creciendo y creyendo en nuestros sueños al margen incluso de los encierros.
No sé qué pasará en los siguientes meses con tantos alumnos que han perdido aprendizaje efectivo por no poder regresar a las aulas. ¿Cómo procesarán los nuevos conceptos sin hacer prácticas guiadas y sin poder intercambiar en persona las dudas y las interrogantes que surgen cuando algo nos sorprende? No lo sé. Creo que hemos perdido mucho en todo este tiempo. Yo creo en el contacto personal, en el apoyo de las miradas. En el festejo físico. ¿Volveremos a ser los mismos?
Sí me queda claro que nada podrá reemplazar un encuentro en vivo y en directo, pero tampoco hay que tener miedo de tomar los riesgos que la virtualidad nos impone. Ser flexibles a los cambios es una de las principales lecciones de este presente. Las reuniones de trabajo vía zoom, por ejemplo, han hecho más efectivo el manejo del tiempo; el trabajo a distancia ha demostrado que muchas cosas se podían hacer sin necesidad de requerir la presencia para echar a andar un proyecto.
Pero es en el campo de la salud donde las cosas se tornan más dramáticas y es en el adiós donde un FaceTime jamás podrá reemplazar el efecto de un abrazo. Durante esta pandemia he vivido uno de los episodios más dolorosos de mi vida. Mi hermana menor murió víctima del Covid-19 y no pude ir a su entierro. Prohibidos los peruanos de ingresar a Europa, tuve que usar las plataformas virtuales para despedirla por última vez. Confieso que sentí impotencia. Habría dado todo lo que tengo por abrazarla, besarla y despedirme. Me habría consolado más sujetando las manos de mis sobrinos, sus hijos. Pero nada pudo ser salvo ver su entierro a través de una pantalla. Muy pronto viajaré a Alemania para visitar su tumba, para rezarle en persona, para decirle cuánto la extraño, para abrazar a mis sobrinos, para recorrer sus calles, sus parques, sus objetos, sus recuerdos más íntimos en persona. Será un viaje duro, pero necesario. Puedes decirle a una persona cuánto lo sientes a través de una llamada o de un mensaje de texto, pero ni una sola palabra tiene el efecto de un abrazo presente en cuerpo y alma. Las palabras sobran cuando dos personas se funden en un abrazo, cuando las miradas se encuentran. Cuando dos almas enlazan sus energías no hay virtualidad que valga. Eso lo sé. Lampadia