El presidente de Bolivia, Evo Morales, se dirige decidido hacia una reelección en los próximos comicios del 20 de octubre del presente año. De obtener la victoria, se consagraría en lo que sería su cuarto mandato en el poder, tras haber asumido el cargo allá por el año 2006.
Considerando que el gobierno boliviano, bajo el liderazgo de Morales, ha transgredido repetidas veces los mandatos constitucionales para perpetrarse en el poder, y que actualmente se encuentra impulsando peligrosas leyes que van inclusive en contra de la libertad de expresión (ver Lampadia: Bolivia, tras los pasos de Venezuela), su ascenso al poder podría significar un duro golpe a la democracia del país andino, si es que no lo ha sido ya.
Según diversos analistas políticos, con un cuarto mandato de Morales, el camino estaría allanado para convertir a Bolivia en Venezuela, lo cual terminaría de configurar aquella alianza tripartita del socialismo latinoamericano entre Maduro (Venezuela), Fernández (Argentina) y Morales (Bolivia), que caracterizó la década pasada y que contribuyó al estancamiento económico que experimentó nuestra región (ver Lampadia: Estancamiento en América Latina).
Aun poseyendo importantes recursos estratégicos como el gas que actualmente se encuentran en manos estatales, si se ve en reprospectiva, los logros de los 13 años del gobierno de Morales en el ámbito económico y social – que algunos se jactan de elogiar – son miserables al lado del experimentado por nuestro país gracias al modelo de desarrollo y de Estado subsidiario que adoptamos con la Constitución de 1993 (ver Lampadia: ¿Evolovers desinformados?).
Pero, ¿qué tan probable es que obtenga la presidencia Evo Morales, a la luz de la inclinación política que predomina en las principales ciudades bolivianas?
Un reciente artículo escrito por The Economist, analiza una de las ciudades que otrora le dieran mayor apoyo electoral a Morales en sus anteriores postulaciones presidenciales, El Alto. Curiosamente, es de las ciudades bolivianas más liberales en materia económica, en contra del socialismo que expectora Morales en todos sus discursos políticos. Bajos niveles de impuestos y casi inexistente carga regulatoria son características de tan carismática ciudad basada en el comercio ambulatorio y que es además considerada la segunda ciudad más grande de Bolivia.
Como deja entrever The Economist, más le valdra a Evo Morales moderar su discurso intervencionista, si quiere capitalizar el voto político de dicha ciudad, porque de lo contrario, los alteños lo consideraran demasiado pro Estado y probablemente le salga el tiro por la culata a quienes tanto le ofrecieron su apoyo en el pasado. Lampadia
Grande y poderoso
El Alto comparte la identidad indígena de Evo Morales, no su socialismo
El sorprendente liberalismo de la «capital aymara» de Bolivia
The Economist
19 de setiembre, 2019
Traducido y glosado por Lampadia
El Alto se cierne sobre La Paz, la capital administrativa de Bolivia, como el filo de una guillotina. En 1781 Tupac Katari, un líder indígena, asedió La Española La Paz a 500 metros debajo. A principios de la década de 2000, las protestas de los alteños obligaron a dejar fuera de su cargo a dos presidentes bolivianos: Gonzalo Sánchez de Lozada, que buscaba exportar el gas de Bolivia a través de Chile, un rival, y Carlos Mesa, su sucesor, que resistió sus demandas de nacionalizar las reservas de gas. Eso allanó el camino para la elección en 2005 de Evo Morales, el primer presidente indígena de Bolivia, y miembro del pueblo aymara, que considera a El Alto como su capital.
Morales cuenta con su apoyo mientras trata de persuadir a los bolivianos de extender sus 13 años en el cargo en una elección prevista para octubre. Pero los alteños son de mentalidad independiente. Algunos resienten su decisión de presentarse desafiando un referéndum en 2016. Pero sus reservas son más profundas. Morales es izquierdista y El Alto es un lugar empresarial al que le gustan los bajos impuestos y la regulación laxa. Su apoyo a su socialismo es selectivo. La ciudad más revolucionaria de Bolivia es de alguna manera la más liberal.
El Alto, a 4,150 metros de la ciudad más alta del mundo, ha prosperado durante la presidencia de Morales. Con una población de 900,000 habitantes, es la segunda ciudad más grande de Bolivia, después de Santa Cruz, y con más rápido crecimiento. La ciudad comenzó a principios del siglo XX cuando los migrantes comenzaron a llegar desde el altiplano, las tierras altas andinas del oeste de Bolivia. Establecieron vecindarios regidos por prácticas traídas de sus pueblos, como el liderazgo rotativo. En 1957, estos se unieron para formar el consejo vecinal, que asumió el papel del Estado. Junto a las organizaciones de trabajadores, cavó los primeros pozos y construyó caminos. También proporcionó ley y orden, lo que a veces ha significado ejecutar presuntos delincuentes. El consejo, ahora llamado Fejuve, todavía ayuda con la provisión de infraestructura en las franjas crecientes de la ciudad. El Alto se incorporó como una ciudad separada de La Paz en 1985.
En la «guerra del gas» de 2003, los rebeldes en el acantilado bloquearon las carreteras que conectan La Paz con gran parte del resto de Bolivia. Sánchez de Lozada envió al ejército. Después de que murieron casi 60 personas, huyó del país. La insurrección ayuda a definir la ciudad hoy. Roger Chambi, un activista aymara, señala a un visitante, el edificio que alberga Radio San Gabriel, donde los líderes insurgentes realizaron una huelga de hambre. El eslogan desafiante de El Alto, «De pie, nunca de rodillas», aparece en todas partes.
La política ahora parece menos urgente. «En este momento, se trata de la economía», dice Chambi. El Alto es el centro de una red internacional que comercializa bienes de todo tipo, muchos de ellos de contrabando. Estos vinculan a los ricos comerciantes de la ciudad, llamados qamiris, con fabricantes en China. A menudo se extienden a otras ciudades bolivianas y a Brasil y Argentina. Quizás cuatro quintos de los alteños trabajan en la economía informal. La «economía sumergida» de Bolivia es la más grande del mundo como parte del PBI, según el FMI.
El corazón comercial de El Alto es el vasto mercado al aire libre “16 de Julio”, abierto los jueves y domingos. Casi exentos de impuestos y no regulados, los comerciantes pagan a su sindicato por permisos para abrir puestos que venden de todo, desde curas a base de hierbas hasta piezas de automóviles. Las mujeres aymaras custodian las mercancías, los bombines inclinados hacia adelante. Muchos qamiris poseen puestos de mercado. Más allá del mercado, las pequeñas empresas están desparramadas en las calles. Están surgiendo viviendas de varios pisos. Los propietarios dejan el ladrillo expuesto en la creencia (errónea) de que esto los exime del impuesto. Las parcelas de tierra aparecen en los registros de la ciudad como vacías, otra artimaña para evitar impuestos. La esquiva ingeniosa se gana el respeto. Cuando trabajó brevemente como cantinero, «Hice todo lo posible para no vender cerveza con recibos», dice Chambi.
Las fachadas chillonas de los «chalets» alivian el paisaje de ladrillo marrón. Los qamiris que los poseen pueden no pagar impuestos, pero a diferencia de la élite establecida de Bolivia, no compran propiedades en Miami, dice Chambi. Financian fiestas que tienen lugar todos los fines de semana. Una vez al año, un qamiri recibe el costoso honor de pagar más que nadie por el Gran Poder, un carnaval en La Paz.
Los forasteros a menudo ven a El Alto como un reflejo de sus prejuicios. Los izquierdistas celebran las características comunales de su economía. Incluyen el aini, una ayuda de los vecinos para la construcción o el negocio, que se espera que el beneficiario corresponda. Las fiestas son una forma de dar comida y bebida a los pobres. Los anarquistas admiran la autorregulación de El Alto, liberan su vigoroso capitalismo. La ciudad parece combinar todos estos. Pablo Mamani, un sociólogo, describe a El Alto como una ciudad «con amplia solidaridad», pero «absolutamente liberal» en materia económica.
El Alto tiende a votar por Morales y aplaudió su nacionalización de las reservas de gas en 2006. Le gustan los subsidios y las obras públicas, pero exige que el Estado mantenga su distancia. «El Alto espera mucho del Estado», dice Mamani. Eso va junto con una ética de autosuficiencia. En la cultura aymara, «uno tiene que trabajar para uno mismo».
Los alteños le dan poco crédito a Morales por su prosperidad. Muchos son escépticos sobre su candidatura a la reelección (en la que Mesa será su principal oponente). Recuerdan la práctica aymara de liderazgo rotativo, incluso si no siempre la practican. «La gente ve [la campaña de Morales] sospechosamente», dice Chambi.
No obstante, El Alto lo ha apoyado, excepto en dos ocasiones. En 2010, cuando intentó reducir los subsidios a la gasolina, los alteños bloquearon nuevamente las carreteras. Él retrocedió. Cinco años más tarde rechazaron al candidato a alcalde de su partido a favor de Soledad Chapetón, una mujer aymara de centro-izquierda. Esos son recordatorios agudos para Morales: no dé por sentado a El Alto. Lampadia