Fausto Salinas Lovón
Para Lampadia
En la tribu más pequeña, su jefe, ante la amenaza o el acecho a su pueblo, se pintaba la cara, tomaba su arma más poderosa y salía en defensa de su territorio, sus bienes y sus mujeres y niños. Lideraba la defensa de su comunidad. En el mundo prehispánico andino, el Curaca, no sólo era el jefe del ayllu, sino el que lo resguardaba.
En las sociedades feudales europeas, la principal obligación del señor feudal era proteger a sus vasallos. Les cobraba tributos, pero era él quien lideraba la defensa del feudo. En el oriente, los shogunes, samuráis y daimios encarnaban el poder y la autoridad, pero también la protección y defensa de los pobladores.
El estado moderno, cimentado en la soberanía de la voluntad general y la representación, en lugar de la legitimidad divina, el linaje, la casta o el poder fáctico que sustentaban la legitimidad de las autoridades de las sociedades antiguas, sustituyó a los jefes tribales, señores feudales, curacas, shogunes o caciques por autoridades electas, llámese como se llamen. A ellos les confirió el poder, la autoridad y el mando.
En nuestra sociedad actual, los alcaldes y los gobernadores tienen ese rol en sus pueblos. Son nuestros curacas de este tiempo. Al igual que los líderes antiguos, nos cobran tributos, viven de nuestro trabajo, tienen sueldos, dietas, viáticos y granjerías. ¿Qué les hace pensar entonces que no deben cumplir su tarea de proteger, defender y morir en la defensa de sus pueblos y ciudades? ¿De qué sirve tenerlos si a la hora en que se les necesita no están o se ponen de costado?
La crisis de esta semana, donde agitadores y enemigos de muchas ciudades y pueblos han irrumpido en ellas, movilizando y soliviantado a campesinos y mineros informales para causar zozobra, daño, terror e intimidación, hemos visto algo inaceptable. Nuestras ciudades modernas tienen autoridades, políticos y arzobispos, pero no tienen líderes ni pastores.
Ningún alcalde provincial, alcalde distrital, gobernador o arzobispo (salvo monseñor Cabrejos que ha salido tardíamente a invocar por la paz desde Trujillo) ha hecho nada por detener la destrucción de sus pueblos en Arequipa, Lima, Huancavelica, Camaná, Espinar, Cusco, Ayacucho, Ica, Andahuaylas o Abancay. En todos esos pueblos o ciudades, sus políticos no han puesto el pecho para defender sus ciudades, no los han defendido. Han dejado que sus bienes se destruyan. Han dejado que sus instalaciones se rompan y han dejado que sus ciudadanos sean violentados, agredidos, ultrajados y en muchos casos muertos.
Los ciudadanos podemos estar en nuestros departamentos y en las ciudades, a resguardo de la violencia, pero nuestras autoridades no. ¿Para qué entonces tenemos políticos, autoridades o arzobispos si en las horas difíciles no son capaces de defender a sus pueblos, de liderar la defensa de sus calles y plazas, de movilizar a sus ciudadanos para protegerse, de persuadir a los enemigos de no causar daño, de pedir ayuda o por lo menos, de orar para que las ciudades y pueblos no sean destruidas?
En Lima, ¿hay alcalde? ¿Tiene arzobispo esa ciudad o solo sirve para dar arengas “progres” de aparente corrección política? Su alcalde electo ¿defenderá a los taxistas y ambulantes que por desafiar los bloqueos de las turbas en los conos urbanos son azotados o preferirá el azote privado que acompaña el dolor de cristo camino a la cruz? ¿Tienen regidores las ciudades para que las defiendan o estaban de viaje en cursos de capacitación?
“La Iglesia se muere porque sus pastores tienen miedo de hablar con toda verdad y claridad. ¡Tenemos miedo de los medios de comunicación, miedo de la opinión pública, miedo de nuestros propios hermanos¡ ¡El buen pastor da su vida por sus ovejas”. Cardenal Robert Sarah.
En el Cusco, la situación ha sido aún peor. Nuestro apreciado Gobernador, tan urgido por la convocatoria a elecciones (y antes por la convocatoria a gabinetes de ancha base), en lugar de exigir la paz, el orden y el respeto a la Región, como condición básica para el diálogo, se ha solidarizado con quienes entraban a destruir la ciudad y ha exigido, que antes de levantarse el bloqueo de las carreteras y aeropuertos, “se atiendan los reclamos del pueblo”. Una claudicación imperdonable, que puede ser políticamente correcta a los ojos de algunos de sus electores, pero que no deja de ser lo que es.
Es penoso comprobar que, en la hora más oscura de los pueblos, solo hay políticos, autoridades y obispos, pero no hay ni líderes que conduzcan a sus pueblos, ni pastores que los guíen. Lampadia