La candidata del Frente Amplio (FA), Verónika Mendoza (VM), al estilo de los países del ALBA, ha propuesto implantar una nueva constitución a través del Parlamento o la acción popular, del mismo modo que el radical reo candidato Gregorio Santos. Curiosamente, el candidato de Acción Popular, Alfredo Barnechea, juega con la idea de “otro modelo”, sumándose así a este tipo de propuestas, que invocan el respaldo falaz de encuestas mal hechas, que transmiten la falsa sensación de una población que estaría optando por cambios radicales y no por cambios en la calidad de los servicios del Estado, empezando por seguridad ciudadana y combate efectivo de la corrupción.
Mendoza lleva de candidato a la primera vicepresidencia al ex cura Marco Arana y en su equipo a gente que representa una visión estatista y expresa una oposición abierta a la inversión privada, especialmente contra la minería. Arana y Santos, en consonancia y competencia, fueron los responsables de las asonadas anti mineras contra el proyecto de Conga en Cajamarca, con lo cual no solo condenaron a esa magnífica región a la mayor pobreza del país, sino que también arrinconaron al gobierno, que desde entonces no ha sido capaz de proteger los proyectos de inversión. Por su lado Barnechea parece por momentos haber regresionado a las ideas que dieron luz al Acción Popular Socialista de fines de los 60, que terminó traicionando al propio Belaunde, sumándose a los planteamientos con los que se ilusionó en la dictadura militar.
Esta gente no quiere entender que los países que han logrado la prosperidad, lo han hecho promoviendo sectores privados pujantes e innovadores que han multiplicado la inversión de emprendimientos pequeños y grandes sin las trabas burocráticas e ideológicas que han paralizado la inversión en el Perú los últimos años. Nuestro propio país es un testimonio formidable de los impactos positivos de la inversión privada en la economía y las condiciones sociales. Después de superar treinta años de parálisis por el estatismo militar y su cola democrática con Belaunde-2 y García-1, las dimensiones del Perú cambiaron a la fórmula: 90-90-90.
90-90-90, porque aproximadamente el 90% del empleo, la inversión y los ingresos fiscales, los generó el nuevo sector privado que pudo hacer la verdadera gran transformación desde el estancamiento hasta el crecimiento con reducción de la pobreza y la desigualdad. Por lo tanto, quienes pretendan gobernar o medir el país con los instrumentos del siglo pasado, sólo nos llevarán a un estrepitoso fracaso.
Sin embargo, más allá de los verdaderos enfoques políticos de las izquierdas tradicionales, transparentados en el debate presidencial del domingo pasado, pareciera que después del mismo, habrían reparado que desde el punto de vista de la campaña (no de los planes de gobierno), de las acciones tácticas, no sería conveniente seguir hablando de cambiar la Constitución.
Es así que al día siguiente (lunes), un economista del FA, de visión estatista, que cree en el ‘poder’ del Estado para resolver todos los problemas del país, Oscar Dancourt, enfatizó en el programa la Hora N que para hacer los cambios económicos que plantea (salvo en lo relativo a la nacionalización de la ‘molécula’ de gas, un ejemplo de renacionalización de los recursos naturales), no se necesitaría cambiar la Constitución. El martes, otro conspicuo miembro del FA (de las canteras de Tierra y Libertad de Arana), en el programa De las 5 a las 7, de RPP, le echó agua fría al pedido de una nueva Constitución, como una evidente corrección táctica, sin cambiar la esencia de sus ideas.
Lo que es más, la propia candidata del FA, Verónika Mendoza, al día siguiente del debate, cambió el contenido de su discurso, dejó de hablar del cambio de Constitución, y pasó a ofrecer una “revolución productiva y educativa”, con la eficiencia de un cassette recién grabado.
Pero debe señalarse que una revolución productiva es imposible de realizarse con un cambio de Constitución. En otras palabras, un cambio de Constitución paralizaría la producción del país por lo menos por dos años. Durante ese tiempo se debatiría y procesaría la nueva carta, y nadie podría invertir con un horizonte de mediano plazo, sin conocer el ambiente normativo futuro.
Un ejemplo reciente y cercano de cómo el anuncio de una nueva Constitución paraliza la inversión, es el caso de Chile, donde Bachelet-2 incorporó el planteamiento a su programa de gobierno. Ver: Una agenda anti inversión, Chile sigue ejerciendo su derecho a ser estúpido y Diálogo de Conversos.
El FA ha caído, pues, en una trampa estratégica. Por un lado habla de revolución productiva (a pesar de descartar el desarrollo de los grandes proyectos) y por otro amenaza con una nueva Constitución que nos paralizaría por lo menos por dos años y que muy probablemente ampliaría de manera considerable el espacio de inversión para el Estado, terminando por inhibir para siempre una inversión privada dinámica e innovadora.
Más claro ni el agua: un eventual gobierno del FA desestabilizaría al país, regresaríamos a la falta de inversión, a industrias locales protegidas que nos endilgarían productos caros y de mala calidad, para beneficio de los productores amigos del régimen, la escasez y las colas. Eso sí, habría mucho trabajo en el Estado, en las agencias reguladores, ministerios y nuevas empresas públicas, donde los miembros de las cúpulas de la izquierda tradicional y los profesionales que no pudieron prosperar compitiendo en el sector privado, serían nuestros nuevos ‘señores feudales’.
¿Es esto lo que necesitan nuestros jóvenes? ¿Queremos que nuestros hijos y nietos tengan que migrar a un EEUU más reacio a la migración, ya no a hacer la América, sino a ser ciudadanos de segunda clase? Lampadia