Fausto Salinas Lovón
Para Lampadia
Desde los ferrocarriles de Balta hasta las carreteras de Odebrecht, pasando por la línea 2 del metro de Lima hasta el asfaltado de una pista vecinal en Urubamba, las obras públicas en el Perú siempre han estado marcadas por la controversia.
Para unos, sobre todo sus impulsores, son la bendición terrenal, el progreso, la solución a nuestras carencias de infraestructura, fuentes de empleo, motores de las economías locales, regionales y del propio PBI nacional.
Para otros, son la principal fuente de la corrupción, el nido de las coimas, el camino para el clientelaje político o simplemente la razón por la que el Estado te priva de tu propiedad sin pagarte lo justo o te deja sin negocio, sin paso o sin parque por meses o años. Toda una maldición.
Para los políticos de izquierda (incluido el Gobierno de Dina Boluarte), las obras públicas son el principal motor de nuestra economía. Ellos creen en el gasto público. Les cuesta entender que su aporte es marginal frente al aporte de la minería, el turismo, la pesca, los hidrocarburos, las exportaciones o la construcción, actividades que no impulsan con el ahínco que poner para ofrecer obras públicas y gasto social.
Los políticos de derecha, pocos de los cuales son liberales, ven también la obra pública como motor económico, como oportunidad de generación de empleo y critican la baja ejecución presupuestal de regiones o municipalidades. Es curioso ver como en la derecha se aplaude también el dispendio público en obras.
Los políticos de centro, esos que están bien con Dios y con el Diablo, creen en la obra pública porque allí hay, como se dice en el norte del país, “plata como cancha”.
Los políticos de pueblo no son diferentes en su visión de la obra pública, salvo muy pocas excepciones. Son peores. La han convertido en su caja chica, en la fuente más cercana de la coima, en la expresión encementada de su mal gusto, en la agencia de empleo de allegados y votantes. Por lo tanto, no se busca que la obra sea necesaria, que cueste menos y que se haga rápido. Importa todo lo contrario. Mejor si se vuelven a asfaltar calles dos veces en menos de una década. Importa que se gaste más y por cierto, lo que importa es que dure mucho, si es posible toda la gestión regional o municipal, porque de allí salen las ampliaciones, los contratos, las consultorías, los empleos para los que apoyaron la campaña y hasta la publicidad para la radio o el canal local que publicitan la primera piedra, pero callan cuando la obra demora.
El Cusco es un caso paradigmático de la maldición de las Obras Públicas: el Hospital Antonio Lorena, el Gaseoducto, la Vía Expresa de la ciudad o la Avenida Pardo, son ejemplos de lo que es convertir una obra pública en una maldición para los ciudadanos.
Todo esto sucede porque el ciudadano no importa en la definición de la obra pública. También sucede porque municipalidades y gobiernos regionales que no terminan obras siguen siendo premiados con presupuesto para sueldos y para más obras que comienzan, pero no terminan.
Esto comenzará a cambiar cuando el ciudadano, el comerciante, el empresario y el trabajador local participen en la decisión para definir si una obra es necesaria o no y si se hace o no se hace.
También comenzará a cambiar cuando una Municipalidad o Región deje de estar habilitada para recibir presupuesto, incluido para los sueldos de Gobernadores, Alcaldes y Regidores, cuando tenga obras pendientes de concluir y calles interrumpidas en perjuicio de los ciudadanos. Cuando hagamos eso las obras públicas, puede ser que dejen de ser una maldición como lo son ahora para muchos peruanos. Lampadia