Jaime de Althaus
Para Lampadia
El informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos sobre las protestas sociales demanda que se investigue con celeridad las muertes ocurridas durante las movilizaciones de diciembre y enero, como debe ser, pero recoge una narrativa compuesta de falsedades y ausencias notorias que la acercan parcialmente a la narrativa insurreccional.
Para comenzar, no identifica cual fue la idea que impulsó las movilizaciones: que el congreso aliado con los grandes poderes económicos había dado un golpe a Castillo, que es algo que aun cree más de la mitad de la población.
No reconoce que lo que movilizó a muchas personas fue un mito, una mentira infundida por la prensa alternativa de izquierda y las dirigencias radicales, que aprovechaba la identificación de los sectores andinos con un presidente campesino. Una manipulación fraseada en clave de lucha de clases.
El informe más bien se hace eco de aspectos de esa retórica. Señala como telón de fondo de la insurrección que “Las provincias apartadas demandan que se valore la diversidad étnico-racial del país, no ser estigmatizadas, ser consultadas sobre los proyectos extractivos que pueden tener impactos considerables en su territorio, y que la riqueza que éstos generan se distribuya equitativamente”.
Por supuesto que hay racismo y estigmatización, pero no es cierto que las comunidades no sean consultadas sobre los proyectos extractivos y que la riqueza que generan no se distribuya. Hay consulta previa rigurosa y el canon minero, que es el 50% del impuesto a la renta, se distribuye en los distritos, provincias y regiones donde se ubican las operaciones mineras. Lo que debió señalar el documento es que la ejecución de ese canon es pésima y corrupta porque la descentralización no ha funcionado.
El informe recoge sin pudor el relato de la izquierda anti extractivista cuando afirma que
“los pueblos indígenas y las comunidades campesinas también han sido los más afectados por los pasivos ambientales de las industrias extractivas que han impulsado una parte importante del crecimiento económico del país. En este orden de ideas, la Defensoría del Pueblo ha revelado que, de los 211 conflictos sociales activos a septiembre de 2022, 136 estuvieron motivados por causas socioambientales, vinculadas, en el 67% de los casos, con actividades mineras que afectan territorios, ríos y reservas naturales”.
Cuando todo el mundo sabe que la mayor parte de esos conflictos no tienen una motivación ambiental sino rentista, la presión para extraerle a la mina mayores rentas.
El informe recoge desembozadamente el discurso de la izquierda cuando en el punto 32 condena el “modelo extractivista” y concluye que las protestas “en el fondo guardan relación con el modelo social y económico”.
La conclusión 287 señala que “la protesta social y pacífica es un derecho que en contextos de crisis políticas sostenidas puede constituirse como la única vía de participación política para comunidades sobre las que se ejerce discriminación estructural, exclusión política y social”.
Nuevamente, lo que movilizó a la población no fue el modelo económico ni las condiciones sociales o económicas, sino una posverdad, un mito, que llevó a la gente a pensar que le habían robado el voto.
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- La Comisión desconoce que ese modelo que condena ha reducido la pobreza de 60% a 20% (el 2019) y que también redujo la desigualdad social y regional.
- Seguramente propone el modelo del socialismo del siglo XXI.
- Richard Webb ha demostrado que el sector rural andino fue el que más incrementó sus ingresos desde los años 90.
- Un análisis del centro Wiñaq demuestra que las revueltas se produjeron en las regiones en las que mejoró en mayor medida el índice de desarrollo humano en los últimos veinte años.
El problema ha sido la descomposición del Estado y de la política. La burguesía rural que ha emergido en los últimos 30 años ha elevado su nivel de demandas y ve impotente cómo los gobiernos locales y regionales se roban la plata, los servicios no funcionan y las obras se paralizan. Y no puede formalizarse por el costo de las leyes. El gran esfuerzo integrador del estado peruano -la descentralización-, ha fracasado.
Por supuesto, el informe no identifica la participación de dirigencias radicales, incluyendo a las del Fenate-Movadef, ni juzga los niveles de violencia de los ataques a aeropuertos, comisarías, fiscalías, empresas, etc. No menciona cuantos policías heridos hubo. No establece el carácter insurreccional de los hechos.
Si reconoce que en Juliaca las fuerzas de seguridad fueron atacadas con piedras, palos y fuegos pirotécnicos, como avellanas, pero eso no le impide concluir que allí hubo uso excesivo e indiscriminado de la fuerza por parte de agentes del Estado, que habrían resultado en graves violaciones de derechos humanos.
¿Debieron los policías actuar como en Ica, donde se limitaron a recibir piedras, palos y bombardas?
Menos aún identifica la entronización de verdaderas dictaduras locales regidas por esas dirigencias que bloqueaban carreteras, cerraban mercados y tiendas, acallaban periodistas, incendiaban canales de televisión y locales institucionales, azotaban a autoridades que osaban hablar con el Ejecutivo, etc. Es decir, abiertas, flagrantes y continuadas violaciones a los derechos humanos de las personas comunes y corrientes que la Comisión no vio ni reconoció ni condenó.
El país no puede aceptar un informe que pone el importante tema de los derechos humanos al servicio de una causa ideológica profundamente equivocada. Lampadia