Jaime de Althaus
Para Lampadia
La guerra entre el Ejecutivo y el Congreso está produciendo verdaderos desastres. Acaso como una forma de represalia, el Congreso, tal como hizo con la anulación de la cuestión previa que era un contrapeso del Ejecutivo frente al Congreso, ahora ha aprobado una ley de negociación colectiva en el sector estatal que es una verdadera bomba de tiempo fiscal. Decimos represalia porque la versión que se estaba trabajando meses atrás incluía el necesario visto bueno del Ministerio de Economía a los convenios colectivos alcanzados, para no comprometer la estabilidad fiscal, pero hace poco el proyecto fue modificado eliminado esa salvaguarda de modo que la ley salió como salió. Todas las bancadas menos la de PPK y el congresista Pedro Olaechea aprobaron la ley.
El problema es que la represalia termina siendo contra el país. ¡Que mueran Sansón y los filisteos!, parece querer decir el Congreso. El artículo 3 señala que uno de los principios que rigen la negociación colectiva es el “principio de previsión y provisión presupuestal”, en virtud del cual “todo acuerdo de negociación colectiva que tenga incidencia presupuestaria deberá considerar la disponibilidad presupuestaria”. Pero esa frase, que suena muy bien, es solo una declaración, porque el procedimiento de la negociación colectiva establecido en la ley no contiene límites efectivos a una posible expansión presupuestal sin control. El artículo 13 prescribe que “de no llegarse a un acuerdo en el trato directo, las partes pueden utilizar los mecanismos de ley…”. Uno de esos mecanismos puede ser el arbitraje. Por lo tanto, un tribunal arbitral, integrado por terceros, ajenos al Estado, puede terminar comprometiendo al Estado a gastar un monto presupuestal inmanejable. Pues dicho artículo también señala lo siguiente:
“Los acuerdos alcanzados con incidencia económica son remitidos por la presidencia del consejo de ministros, dentro de los cinco días de su suscripción, para su inclusión en la Ley de Presupuesto Público”. Punto.
Considerando que los árbitros suelen ponerse alrededor del término medio entre las dos partes, lo que ocurrirá es que la central de trabajadores propondrá un monto sideralmente alto. Y en la medida en que el laudo arbitral resultante es inapelable, deberá incluirse en el presupuesto público del siguiente año.
Y si en lugar de un arbitraje la confederación de trabajadores optase, ante un desacuerdo, por ir a una huelga general, el resultado puede ser aun peor. Porque la negociación colectiva será para todo el Estado. En efecto, la ley establece dos niveles de negociaciones colectivas, el centralizado y el descentralizado. El centralizado incluye a todos los trabajadores del sector público. Es decir, una sola negociación para todo el Estado. Esta negociación tranquilamente puede desembocar en una huelga que lleve también a incrementos que rompan el equilibrio fiscal.
Interesante hubiera sido atar incrementos salariales al crecimiento del PBI, de la productividad o de los ingresos fiscales. Así todos estaríamos interesados en que haya más inversión privada de todo tipo, incluyendo por supuesto la minera. Todos, incluyendo los empleados públicos, remaríamos en la misma dirección, para que haya más recursos que permitan incrementar los sueldos de los estatales. Pero no. Es, al contrario. Una ley como esta abre una incertidumbre fiscal que antes no existía y que puede más bien disuadir la inversión privada en el largo plazo.
Porque, además, resulta que al mismo tiempo que se lleva a cabo esa negociación colectiva centralizada, se puede llevar a cabo negociaciones colectivas descentralizadas en cada entidad pública. No son excluyentes. El desorden potencial es enorme. Vamos a tener a todo el Estado en conjunto y a cada entidad por separado negociando meses de meses.
No solo eso. Resulta que a último minuto se agregó a mano la derogación de los decretos legislativos 1442 y 1450 promulgados hace poco.
Uno se pregunta cómo es posible que el Congreso haya derogado en 1442, que buscaba ordenar la gestión fiscal de los recursos humanos en el sector público. Crea la Planilla Única de Pago del Sector Público, un aplicativo Informático de esa Planilla Única, el catálogo Único de Conceptos de Ingresos correspondientes a los recursos humanos del Sector Público, etc. No es posible que se haya derogado un instrumento para ordenar la planilla del Estado y para generar información que sirva precisamente para diseñar mejores políticas públicas relacionadas al personal del Estado y a las remuneraciones, y que permite asegurar la disciplina fiscal necesaria en este campo. ¿En qué mente cabe derogar un instrumento como este?
Costó una dolorosa y destructiva hiperinflación alcanzar el consenso nacional en torno a la necesidad de mantener el equilibrio fiscal, que se convirtió en una verdadera conquista social que no podemos empezar torpedear.
El otro decreto legislativo derogado es el que introducía algunas mejoras en la ley del régimen del Servicio Civil (SERVIR). Los cambios han sido derogados, pero no han sido restituidos los artículos originales de esa ley, de modo que SERVIR puede tener problemas operativos serios.
¿La meritocracia?
Esto último puede ser sintomático de otro peligro potencial: que la negociación colectiva en estos dos niveles lleve a neutralizar o demorar la implantación del régimen de la ley del servicio civil, afectando la meritocracia y la gestión de rendimiento, es decir, el sistema de evaluaciones para el ascenso y premios por productividad o buen rendimiento. Como sabemos, los sindicatos suelen ser refractarios a la disciplina meritocrática. Si bien el tránsito a esos esquemas de gestión está establecido en la ley SERVIR, su aplicación es compleja y requiere de mucho empuje político. En ese sentido, negociaciones colectivas pueden afectar el proceso.
Claro, una visión optimista diría que la negociación colectiva centralizada podría permitir hacer política remunerativa a través de ella, mejorando por ejemplo a las entidades que tienen sueldos más bajos. Pero parece difícil imaginar un compromiso de las cúpulas sindicales son la implantación de un régimen meritocrático relativamente exigente. Pues no se trata de dar incrementos indiscriminados e iguales para todos, sino que estos se otorguen en función de rendimientos y ascensos en una escala de méritos.
No hay que olvidar que estamos hablando de servidores públicos. Lo que interesa acá es el mejor servicio público al ciudadano. Es el ciudadano el que debe estar en el centro de la preocupación congresal. Pero no ha sido así. Ha primado, como siempre, la propensión clientelista a beneficiar a un bolsón social delimitado en la esperanza de obtener sus votos. ¿Y el país?
El Ejecutivo debe observar esta ley. Y, de paso, debería servir para que el Presidente Vizcarra revise su decisión de votar por el NO a la bicameralidad. Si hubiésemos tenido un Senado, con seguridad esta ley no hubiese sido aprobado en los términos en que lo ha sido. Lampadia