Alejandro Deustua
10 de mayo de 2023
Para Lampadia
La crisis del tránsito ilegal de migrantes venezolanos de Chile hacia el Perú ha puesto en evidencia un problema internacional que es necesario definir, gestionar y regir adecuadamente.
Para empezar, la calificación del problema de las migraciones como global parece, en este caso, excesivo porque sus componentes materiales tienen parámetros y asientos territoriales localizados evidentes. Si la globalización ha tendido a definirse en términos trasnacionales o mediante la simple agregación de problemáticas similares, de cadenas de valor o de un número considerable de estados, es claro que el problema de migrantes venezolanos entre Chile y Perú no puede definirse bajo esa categoría.
Ello ocurre porque las características de origen y la responsabilidad de solución de la crisis no sólo no son trasnacionales ni están a cargo principalmente de organismos internacionales (que ciertamente pueden ayudar) sino que implican el compromiso concreto de muy específicos estados que sufren impactos de carácter nacional.
Por lo demás, este problema ha demostrado que, a pesar de su micro-escala territorial, la problemática referida puede escalarse bilateralmente a la manera más tradicional y poner en riesgo una relación fronteriza sensible. Ello no encaja bien en los presupuestos globales.
De otro lado, parece evidente que ese potencial de conflicto en un contexto general proclive a la confrontación merecía una mejor gestión migratoria acorde con su propia realidad. Ello no ha ocurrido.
En Perú y Chile la menor escala del problema (alrededor 300 ciudadanos venezolanos agitando la frontera peruano-chilena) se encuadra en diferentes urgencias de gestión. El Perú dio un primer paso para atenuar la porosidad del conjunto de sus fronteras declarando en emergencia a las zonas nacionales colindantes. Para ello ha convocado la atención de la Fuerza Armada como complemento de las fuerzas policiales existentes.
Esta iniciativa tiene el propósito de controlar unas fronteras extremadamente vulnerables a transeúntes informales, organizaciones terroristas o al crimen organizado. Pero la crisis con Chile surgió sin que el Perú hubiera dado el segundo paso al respecto. La falta de preparación saltó a la vista.
De manera similar, Chile ha convocado a sus militares pero, en este caso, para atender principalmente las fronteras del norte (especialmente la boliviana por donde se infiltraban -vía Colchane- migrantes ilegales a discreción). Esa decisión fue estimulada por los excesos de delincuentes venezolanos en ciudades principales del país vecino. Y quizás también por la proximidad de las elecciones de integrantes del Consejo Constitucional (que ganó la oposición). Sin embargo, en este caso la falta de cooperación de la fuerza armada chilena con nuestras autoridades fue también evidente. Ello motivó la protesta de Cancillería.
Prueba de tal falta de preparación sería la eventual inducción de migrantes venezolanos por fuerzas chilenas para que aquéllos ingresen por vías informales a territorio peruano (asunto que aún parece estar en proceso de esclarecimiento). Y también la superación de la capacidad de la policía peruana por migrantes desarmados que ejercieron violencia contra la fuerza de resguardo peruano, bloquearon la carretera Panamericana, se infiltraron por el desierto (que, con anterioridad, fue un espacio minado) y agredieron a la policía en la frontera.
Como se ve, bastaron unos cuantos migrantes sin documentos para activar remanentes de falta de cooperación de fuerzas chilenas con consecuencias potenciales de mayor riesgo. Al punto que la protesta de la Cancillería peruana tuvo que requerir el compromiso de las autoridades del vecino para brindar la seguridad que corresponde a los complejos fronterizos de Santa Rosa-Chacalluta en territorio de ese país y asegurar el desbloqueo carretero.
En el proceso, variables locales, como las irresponsables declaraciones del alcalde de Tacna sobre el presidente de Chile, entraron en juego.
Felizmente, más tarde que temprano, necesarias negociaciones bilaterales, quizás sobrecargadas de requerimientos consulares, instigaron la decisión del dictador Maduro (¿o fue su iniciativa?) de enviar, a la hora nona, un avión para transportar a sus compatriotas a su país.
Ello mostró otro potencial nivel de escalamiento entre Perú y Chile en esta materia: ha dependido de la voluntad del dictador venezolano, responsable directo del gran problema migratorio que comprende a siete millones de sus conciudadanos, la solución parcial y de corto plazo de la crisis.
Del impasse han resultado, sin embargo, acuerdos del Perú con los organismos de Naciones Unidas encargados de los asuntos de refugiados (ACNUR) y de migrantes (OIM) con el propósito específico de asistir en el micro-manejo del problema (p.e. la OIM establecerá en Tacna un centro de orientación para el servicio de los migrantes).
Como, la escala del problema de la diáspora venezolana abarca al conjunto de los países andinos, las conversaciones sobre el particular debieran extenderse a ese ámbito con propósito de armonizar legislaciones y prácticas y de adoptar una posición común frente a Venezuela. En este punto no debe permitirse que el dictador que ha devenido, desde hace tiempo, en el causante y moderador de conflictos en Suramérica (y en especial, en la zona andina) continúe siendo quien maneja las riendas de controversias y confrontaciones en el área.
Si el Grupo de Lima fracasó en promover una salida democrática en Venezuela y el diálogo abierto ahora en México entre el gobierno y la oposición venezolanos para lograr ese mismo propósito tampoco tiene éxito, es hora de que sea el foro hemisférico de seguridad colectiva o el Consejo de Seguridad de la ONU promuevan el fin de la dictadura de Maduro y ayuden a generar condiciones de normalidad que permitan el retorno de los millones de venezolanos cuya magnitud se acerca más a los lamentables éxodos de Siria, Ucrania o de la Segunda Guerra Mundial. Lampadia