Fausto Salinas Lovón
Para Lampadia
El Perú tiene muchas adicciones. Una de ellas es la adicción a la emergencia.
Ante una lluvia inusual en Lima, se suspenden las labores escolares en todos los colegios y universidades, no solamente en los locales afectados, lo cual es lógico y obvio. No habían comenzado las labores y ya tenemos EMERGENCIA.
Ante una amenaza de protesta en las calles de Lima o de alguna ciudad, las entidades públicas suspenden el trabajo presencial, cierran sus locales, dejan de atender al público y nos dicen que trabajan desde su casa. En EMERGENCIA no trabajo, no te atiendo.
El COVID 19 ya fue, acabó de ser virulento y mortal, sin embargo, la Corte Suprema sigue sin abrir sus puertas a los litigantes y sus abogados. Los Supremos siguen en modo COVID sin dar la cara, ni recibir a los letrados. La EMERGENCIA acaba de cumplir 3 años.
Ante el temor a que los delincuentes que han intentado destruir, tomar y saquear aeropuertos regresen, los aeropuertos siguen cerrados al público, sus instalaciones convertidas en cuarteles y sus conductores con la excusa para mantenerlos en condiciones equivalentes a terminales terrestres de pueblo (en los cuales por lo menos hay cafeterías). La EMERGENCIA en los aeropuertos del sur, sigue.
Hay, lamentablemente, una predisposición, un gusto de nuestra burocracia, de todo nivel (con honrosas excepciones naturalmente) de estar en emergencia. De estar en estado de excepción. De no volver a la normalidad. De vivir de forma distinta. DE no trabajar como siempre.
El COVID 19 y la adicción a la emergencia que propició y gozó Martín Vizcarra sólo exacerbaron esta adicción. Le mostraron al burócrata la utilidad perversa de tener las arcas llenas para gastar sin control, sin procesos y obviamente sin resultados. Sin embargo, esta adicción viene desde antes, de los fenómenos del niño, desde los terremotos en Arequipa o Pisco, de los huaicos del centro, de muchas catástrofes naturales en distritos y provincias cuyos alcaldes corren a Lima no a buscar soluciones, sino la “declaratoria de emergencia”.
Obviamente, ante una inundación o un terremoto, la declaración de emergencia cae de madura. Sin embargo, lo que parece que no advertimos es que en esta adicción importa la declaratoria, la licencia para gastar, la patente de corso para hacer lo que me dé la gana y no la solución al cauce colmatado, ni la construcción del muro de contención o la protección de laderas.
Urge revisar el tratamiento de las emergencias, a fin de que no sea el refugio de la inepcia y la corrupción estatal.
¿Sería una insolencia pensar que el Gobierno Regional que no ejecute una obra de prevención de desastres naturales presupuestada y financiada o que la ejecute mal, deba ser sancionado con el recorte de sus transferencias desde el gobierno central y el recorte de las remuneraciones de sus Gobernadores y Consejeros?
¿Sería otra insolencia recortar los viáticos, dietas o remuneraciones de alcaldes, regidores y funcionarios municipales que no ejecuten obras, las dejen a mitad de camino o las hagan mal?
Yo creo que no. Pienso que hay que comenzar a curar esta adicción a la emergencia. Lampadia