Alejandro Deustua
27 de setiembre de 2023
Para Lampadia
La convergencia de graves crisis internacionales de carácter sistémico, del orden establecido y del medio ambiente reclama de los estados respuestas acordes con el nivel de inestabilidad y riesgo que se afronta. En buena cuenta, la calidad de la respuesta da la medida de la capacidad y jerarquía de los estados involucrados. En el curso de los debates de la Asamblea General de la ONU que ya culminan en Nueva York un gran número de jefes de Estado y altas autoridades reconocieron, con diversos enfoques e intensidades, la realidad de esa crisis compleja.
En apariencia, la representación peruana no formó parte de esa mayoría. Con una percepción apenas parcial de la dimensión del problema que confronta la comunidad internacional, esa representación se negó a reconocer la complejidad del desafío. No otra cosa implica su indisposición a adoptar una posición (o al menos un punto de vista) sobre dos de los mayores factores de inestabilidad mundial (la guerra en Ucrania y la reforma de la institucionalidad multilateral).
Para no comprometer su prioridad por la recuperación de imagen (aludida en términos de legitimidad gubernamental y diversidad cultural) ni su atención a la problemática ambiental la representación peruana pretendió eludir la cruda realidad del conflicto internacional. “Nos negamos a aceptar ese escenario” dijo al respecto la presidente como toda alusión a la “tensión geopolítica” que considera “inaceptable”. Si esa afirmación fue un llamamiento a la cancelación mágica de la beligerancia o un romántico reclamo por la paz, ciertamente la presidente no escogió la mejor frase.
Habiendo suscrito el Perú la Resolución de la Asamblea General que condenó explícitamente la invasión rusa en 2022, la negativa a reconocer el escenario estratégico correspondiente sin presentar siquiera las razones para el alejamiento de su posición inicial, dejó a la expositora en el aire.
Más aún si países que han jugado con la ambigüedad en este punto (México invitando a una representación militar rusa a marchar en el día nacional o Argentina cuyo presidente visitó a Putin poco antes de la invasión) condenaron, en la reunión de la Asamblea General, la invasión rusa. Lo mismo ocurre con Brasil que, a pesar de no señalar culpables, reconoce la escala del conflicto en el que pretende un rol propulsor de una solución pacífica. Y también con otros que reconocen la crisis, aunque la juzguen en tono de protesta señalando la postergación de la solución de otros conflictos arraigados (Colombia, que propuso una conferencia sobre el conflicto palestino-israelí y otro sobre Ucrania). La representación peruana, en cambio, guardó explícito y lamentable silencio poniendo en cuestión la posición peruana original en la ONU.
Tal desafectación tiende a ilegitimar otros reclamos. Por ejemplo, su llamado a un “nuevo pacto social” en el ámbito global que ni siquiera es una iniciativa peruana. Sin mención adecuada a los gestores de la iniciativa (la Secretaría General de la ONU, el FMI, la UNCTAD y otros organismos multilaterales sobre la problemática ambiental) el “pacto” aludido quedó sin contenido y sin vínculo con el patrocinio multilateral. En el proceso, la presidente perdió la oportunidad de precisar los intereses peruanos en relación a las reformas institucionales mejor identificadas: la del sistema financiero multilateral y del Consejo de Seguridad.
Y si el “pacto” tiene un componente ambiental, el Perú tampoco tuvo nada que decir al respecto salvo por el reclamo a las potencias mayores para que hagan efectivos sus compromisos por alrededor de US$ 100 mil millones (anuales) para moderar el calentamiento global. Ese reclamo pudo haber sido más eficaz si, por ejemplo, el gobierno hubiera exhibido un compromiso superior al lamentable grado avance del programa de prevención del FEN (según Contraloría, hasta el mes pasado se había logrado apenas un 5.6% de progreso en las obras presupuestadas por un total de alrededor de 4 mil millones de soles, monto que fue mencionado en el discurso presidencial como señal de la solidez del compromiso peruano con el medio ambiente).
Ciertamente el silencio presidencial sobre las materias mencionadas mella la presencia internacional del Estado. Especialmente cuando la directora de su política exterior juguetea con la imprudencia al abstenerse de advertir el riesgo adicional del escalamiento del conflicto (despliegue nuevas armas de carácter ofensivo, debilitamiento o vulneración de los regímenes de no proliferación nuclear y de otras armas prohibidas, redoblada proyección del conflicto a nuevos escenarios -el Pacífico, p.e.-, forja de alianzas extrarregionales, injerencia de potencias radicalmente antisistémicas -Irán, Corea del Norte-, promesas de financiamiento sine die de la guerra).
Como consecuencia, el Perú quedó inerme también en el foro multilateral de seguridad. En efecto, si en el ámbito de la Asamblea General fueron pocos los países que no precisaron su posición de base en relación al conflicto (el principio de no uso de la fuerza), en el Consejo de Seguridad la posición rusa fue casi unánimemente criticada (especialmente por los miembros permanentes).
Entonces el canciller ruso decidió llevar su causa al ámbito de los pasillos (encuentros bilaterales) y a la prensa. En esta última instancia, el canciller Lavrov afirmó que Occidente estaba en “guerra directa” con Rusia y pretendió una interlocución destacada con el “sur global”.
En el primer caso, no sólo destacó lo evidente (el rol beligerante de Estados Unidos, la OTAN y la Unión Europea en el conflicto en Ucrania) sino que calificó la conflagración: se trata de una guerra híbrida alentada por el conjunto occidental en directa confrontación con Rusia. La importancia de esa definición consiste en que Rusia no sólo está dispuesta a persistir en la confrontación sine die sino que, eventualmente, puede declarar la guerra a ese conjunto de países, organismos y alianzas, proceder de facto ahora alegando defensa propia y, por tanto, cambiar las condiciones de su “operación militar especial” en Ucrania.
Esta redefinición no sólo es un escalamiento adicional, sino que lleva al conflicto a un nuevo umbral (el que antecede a una guerra mundial) que el silencio peruano prefiere no advertir ni siquiera para reclamar una eventual solución pacífica.
Como tampoco advierte que la aludida interacción con países del “sur global” tiene para Rusia un significado estratégico clave para su articulación en el sistema que potencia el tejido de sus alianzas mayores. Esos países no fueron identificados por su nombre sino por su disposición a resguardar sus intereses nacionales por encima de su relación con Occidente (calificada de hegemónica). Esa interlocución discriminada señala un trato preferente ruso con países como Cuba (que preside el G77) y sus socios o el Brasil cuya aproximación tiene la cercanía del rol mediador que pretende, confirma la condición fragmentada del “sur global” y pareciera marginar al Perú que tuvo con Rusia un vínculo importante para la diversificación interactiva y el aprovisionamiento de armas.
En ese marco, el descarte del escenario bélico referido como “inaceptable” lleva a la autoexclusión de sus derivaciones al tiempo que la relación con Occidente no se potencia. En esta materia el Perú se ha ubicado en un limbo brumoso favorable a interacciones opacas o “bajo la mesa” y no ayuda a mejorar el status del Estado en el escenario de postguerra.
En efecto, al no reconocer el hecho bélico, el Perú descartó también la posibilidad de desempeñar un rol (quizás asociado a potencias medianas) en la búsqueda de una solución negociada en el momento adecuado. Ello requería, por lo menos, hacer saber que tiene conocimiento de la dinámica del conflicto (la expansión de Occidente hacia el Este confrontada por la dinámica rusa de recuperación de su espacio territorial y de su zona de influencia -Ucrania-). Pero de ello ha querido la representación peruana también desafiliarse y apenas a apostar por la esperanza de que la corriente cambie y no nos afecte. ¡Qué irresponsabilidad! Lampadia