Giovanni Bonfiglio
Para Lampadia
Mayo 2021
Con la reforma agraria de 1969 se han expropiado las mejores tierras del país y han sido entregadas a empresas asociativas (básicamente cooperativas). En total fueron constituidas 671 empresas asociativas, donde la propiedad de la tierra era común, fue la mayor experiencia de colectivismo agrario de América Latina.
Pocos años después de haber sido constituidas, la gran mayoría de esas empresas entraron en crisis y fueron disueltas por sus propios dueños. Más allá de las intenciones políticas y sociales de la reforma, cabe hacer la pregunta: ¿A qué obedeció el masivo colapso de empresas autogestionarias? ¿Qué lecciones deja esa experiencia para el presente de la agricultura peruana? Para responder esas preguntas, en 2018 se llevó a cabo un estudio, que ha consistido en visitar una muestra de 155 de esas empresas (24% del total), seleccionadas con criterios de representatividad. El resultado del estudio ha sido expuesto en el libro “Las empresas de la reforma agraria peruana. 40 años después”[1]. Lo que sigue es un apretado resumen de las conclusiones del mencionado estudio.
El 99.4 % de las empresas de la reforma agraria fueron liquidadas a lo largo de un proceso iniciado en 1980 (en algunos casos desde antes) y culminado en 1990. Fue un proceso de descolectivización democrático, pues en todos los casos la decisión fue tomada libremente en asambleas de trabajadores socios.
Razones del colapso
Las razones del masivo colapso empresarial han sido diversas y complejas. En primer lugar, se debe mencionar el afán de autonomía de los trabajadores agrarios, así como el deseo de ser propietario de la tierra individualmente. Ese afán no se mostraba con claridad desde el inicio, sino al cabo de algunos años. Es que frente a la propiedad colectiva de la tierra hubo una actitud cambiante: al inicio se la aceptó, como se acepta un caballo sin mirarle los dientes. En realidad, se aceptaba la tierra y los recursos afectados, mas no las empresas.
Otros elementos que han estado a la base de las empresas asociativas colectivas ha sido la ausencia de mérito en el desempeño de cada uno de sus miembros. Pues los que trabajaban menos recibían la misma remuneración de los que trabajaban más, ello derivó en desaliento en el conjunto de trabajadores y desinterés por lo colectivo, con la consiguiente reducción de la productividad y la crisis económica de las empresas, que ya a fines de la década de 1970 con pocas excepciones se encontraban en situación de falencia.
En última instancia, lo que derivó en la inviabilidad del modelo empresarial fue la dificultad de poder ejercer capacidades de gestión a su interior. Ello era consecuencia del hecho que no se concedía autoridad a quienes debían gestionar las empresas, fuesen gerentes contratados o dirigentes de los trabajadores. Esta situación se ha dado en todos los tipos y tamaños de empresas, tanto en la costa como en la sierra; incluso en empresas que estaban bien articuladas, con buena dotación de recursos productivos y con acceso a mercados.
Otro hallazgo del estudio es que el colapso empresarial no se dio de inmediato, sino que, mientras no se daba la posibilidad jurídica (y política) de parcelar las tierras, las empresas se mantenían en medio de un “equilibrio de bajo nivel” que implicaba sub utilización de sus recursos, con gran reducción de la productividad.
Las sorprendentes analogías entre la gobernanza de cooperativas con la gobernanza nacional
Un resultado sorprendente del estudio ha sido encontrar que en las cooperativas se daban formas de gobernanza que son análogas a las que se dan a nivel nacional. Es que en las empresas asociativas hay dos tipos de órganos: los de gobierno y los ejecutivos. Es la clásica división de poderes al interior de toda empresa, solo que en las empresas autogestionarias, lo órganos de gobierno están en manos de los mismos trabajadores, que tenían capacidad de decisión. Esta división de poderes es análoga a la que se da en los órganos del estado nacional: el parlamento en cuanto representante del pueblo, es análogo a la asamblea de socios de una empresa autogestionaria. Por otro lado, el poder ejecutivo a nivel nacional es análogo a la gerencia de una empresa.
En el estudio realizado se encontró que en las empresas asociativas autogestionarias la división de poderes llevaba a situaciones de equilibrios inestables y a veces oscilantes. Por lo general predominaba un poder sobre el otro, difícilmente había un equilibrio entre ambos. Cuando predominaban los órganos de gobierno (asamblea de socios y consejo directivo), las decisiones llevaban a desorden y crisis económica de la empresa. Luego de producirse la crisis y el desorden, se daba un período de predominio del poder ejecutivo (gerentes), para intentar el reflotamiento de la empresa y sobre todo, asegurar el pago de salarios.
Cuando no había posibilidad de que gerentes eficientes asuman el poder ejecutivo, la empresa no necesariamente entraba en colapso inmediatamente, sino se mantenía con un “equilibrio de bajo nivel” que implicaba baja productividad y reducción de la producción. Hay que tener en cuenta que durante el período del gobierno militar muchas empresas eran subsidiadas, vía préstamos que no eran devueltos. Ello explica el colapso del Banco Agrario en esos años. El movimiento pendular entre predominio de un poder sobe el otro hace recordar la historia política nacional que muestra oscilación entre períodos más democráticos y otros más autoritarios.
En las cooperativas, cuando las crisis llevaban a la posibilidad de colapso empresarial (y por tanto al no pago de salarios), los socios entregaban todo el poder a un gerente que pudiera reflotar la empresa o a un dirigente que asumía funciones ejecutivas. Esa es la figura del líder providencial, carismático y “bonapartista” a quien, en momentos de crisis nacional se le entrega todo el poder.
La corrupción no fue una causa, sino un síntoma
La corrupción en las empresas de la reforma fue algo bastante extendido. Ello no significa que los trabajadores del campo fuesen deshonestos por naturaleza, sino que no había capacidad de controlar los recursos de las empresas (“en arca abierta el justo peca”).
Las acusaciones de corrupción no siempre estaban fundadas, muchas veces eran una coartada o un recurso en la competencia por el poder. Ahí también se encuentra una analogía con el sistema político nacional, donde ha propagado lo que se llama la judicialización de la política, donde los adversarios políticos no son combatidos con ideas, sino con acusaciones de corrupción. Desde este punto de vista vale la apreciación según la cual las empresas autogestionarias expresan en “micro”, lo que se da a en nivel “macro”, a nivel nacional. Al igual de lo que sucedía en las empresas de la reforma agraria, a nivel nacional asistimos al hecho que el mayor problema percibido por la población es “la corrupción”; se siguen confundiendo los síntomas con las causas de los problemas.
La falta de cultura de mérito y la consiguiente anomia
Cuando se analiza lo que ocurría en las empresas de la reforma agraria, se nota claramente la recurrencia de situaciones de desorden que bien pueden ser interpretadas como expresión de anomia social. La situación típica de la anomia es la falta de controles y la imposibilidad de sancionar faltas, tanto en positivo como en negativo. Ello se expresaba no solo en la falta de control sobre los recursos de las empresas, sino en la falta de mérito en las retribuciones: lo que recibían los flojos era lo mismo de lo que recibían los que se esforzaban en trabajar o que cumplían sus jornadas de trabajo, cosa que derivaba en reducción del esfuerzo productivo y en la dilagación de actitudes de aprovechamiento personal de los recursos de las empresas. En última instancia, la anomia derivaba en vacío de poder, no solamente al interior de las empresas sino también en el entorno social.
La conversión de cooperativas en comunidades campesinas en la sierra, se explica en buena medida por la búsqueda de orden. Ello no significó incremento de comunitarismo productivo, como aparece a primera vista, sino es justamente lo contrario: dilagación del minifundismo y del individualismo productivo, pues en las comunidades se acepta la individualización de parcelas y hasta su diferenciación. Además, la constitución de comunidades campesinas venía a suplir la falta de capacidades del Estado de titular pequeñas propiedades, cosa que querían los trabajadores del campo.
La anomia que se daba al interior de las empresas contagió al resto de la sociedad, en la medida en que hubo masiva migración del campo a la ciudad en un contexto de debilidad del Estado y retracción de las autoridades públicas en general. No es casualidad que desde la década de 1980 se instaló en todas las ciudades del país la “cultura combi”, es decir, desorden y resistencia a cumplir normas de tránsito. Desde entonces, la “falta de seguridad ciudadana” fue el mayor problema percibido por la población, incluso más que la pobreza.
Así como en la década de 1980 se dio el “enrejamiento” de las propiedades y las casas en las ciudades, se ha dado un “enrejamiento” de parcelas y las propiedades agrarias. Al viajar actualmente por el campo peruano se ven por todas partes cercos espinosos y pircas que marcan el límite de parcelas. Solo donde la tierra es poco productiva no hay linderos, porque en realidad no hay mucho interés en cercarla. Incluso en la costa hemos encontrado rondas campesinas, como en la provincia de Huarmey y de Santa. Desde ese punto de visa, la aparición de rondas campesinas es expresión de la debilidad e incapacidad del Estado en dar seguridad a la población rural.
La capacidad de gestión: el “bebito” que estaba dentro del agua sucia que se botó
Con la reforma agraria se buscó superar situaciones de injusticia y desigualdad, que eran reales. Había que mejorar las condiciones de trabajo y salariales en las empresas agrarias privadas. Eso se pretendió eliminar al expulsar a propietarios privados (denominados en conjunto como “gamonales”), pero al mismo tiempo se eliminó algo que en ese momento no se valoraba: la capacidad de gestión que tenían esos empresarios. Se eliminaron ambas cosas a la vez: la propiedad privada de la tierra y junto a ella la capacidad de gestión. Hay que aclarar que en la década de 1960 la gran mayoría de los empresarios agrarios eran modernos, solo en lugares apartados de la sierra había algunos hacendados tradicionales; en ninguna parte había una dominación y sujeción personal de los trabajadores como se daba en la época de feudalismo agrario. Ya antes de la reforma, en el campo peruano predominaban relaciones laborales capitalistas, como mencionan todos los estudios llevados a cabo. En realidad, la reforma quiso “voltear la tortilla” social utilizando y manipulando sentimientos de revanchismo étnico, con un alto costo en términos de descapitalización del campo y colapso de la producción. La experiencia indica que los intentos “revolucionarios” generan más problemas de los que pretenden resolver. Pues la situación de pobreza y marginación del campesinado se mantuvo luego de la reforma.
Actualmente, en el período post reforma, todos los programas de apoyo a la competitividad agraria buscan fijar capacidades de gestión en el campo. El minifundismo requiere que pequeños productores se asocien, pero cualquier forma de asociación supone también capacidades de gestión. La prueba es que las únicas cooperativas que funcionan son aquellas donde hay gerentes eficientes y con capacidad de orientar el proceso productivo o de comercialización conjunta. Hoy estamos a la búsqueda del “bebito” que se botó junto al agua sucia hace 50 años.
La Reforma agraria no ha contenido el terrorismo, más bien ha generado las condiciones para que dilague, en el campo y las ciudades.
El vacío de poder que se dio en el campo (anomia) y que luego contagió a las ciudades, intentó ser llenado por fuerzas políticas en auge que ingresaron a la pugna de poder; no solo del poder local sino del poder del Estado. Entre esos grupos, el más exitoso fue SL, que se introdujo en las empresas asociativas, acelerando su liquidación y planteando las consignas de “muerte a los corruptos” (la coartada perfecta). Desde ese punto de vista, hay relación entre el vacío de poder generado por la reforma agraria y el terrorismo de la década de 1980. Un Estado en retirada y colapsado económicamente, no tenía recursos económicos ni políticos para enfrentar ese embate.
La gran conclusión en vistas del futuro del campo
Con la reforma agraria se pretendió resolver el problema de la pobreza en el campo. Pero solamente fue beneficiada una parte minoritaria de los trabajadores agrarios, aquellos que trabajaban desde antes en las haciendas y una parte de las comunidades campesinas que fueron incluidas en sociedades agrícolas de interés social. Pues desde antes, la mayoría de los campesinos eran independientes y no formaban parte de ninguna empresa. La reforma agraria no creó empresas, sino las transformó en cooperativas.
El reto que enfrentamos hoy en el campo no es tanto el de redistribuir propiedad, sino de llevar capacidades de gestión en el campo, junto a servicios de asistencia técnica y crediticia, así como facilitar acceso a mercados. Eso es lo que demandan campesinos y pequeños productores agrarios.
Lampadia
[1] Giovanni Bonfiglio. “Las empresas de la reforma agraria peruana. 40 años después”. Fundación Bustamente de la Fuente. Lima, 2019, 323 p.