Alejandro Deustua
7 de febrero de 2022
Para Lampadia
Las masivas protestas sociales que, en 2015, 2019 y 2021 agravaron, en Brasil, las causas de la destitución de una Jefe de Estado (Rousseff) y contribuyeron, en Colombia y Chile, al triunfo de electoral de las izquierdas (Petro y Boric), tuvieron como sentimiento dominante un gran malestar económico. Pero ello ocurrió en escenarios políticos bien heterogéneos. Por tanto, si en el Perú la semejanza sectorial es contribuyente al cambio político, esa causa económica no debiera ser determinante de la naturaleza de ese cambio.
En efecto, en Brasil éste se expresó en un ciclo político (la destitución de Rousseff -heredera de Lula- y el cuestionamiento de Temer, trajo a Bolsonaro cuyo radicalismo conservador devolvió el poder a Luis Inacio da Silva).
En Colombia, se quebró una secuencia histórica con el acceso al poder del primer presidente de izquierda que ha producido la alteración bien incierta del escenario de seguridad (guerrilla y narcotráfico) y de producción del primer commodity (el petróleo).
Y en Chile, un joven e inexperto participante de las protestas ha terminado en La Moneda insistiendo en una refundación constitucional.
Si a nivel regional estos resultados han alterado el equilibrio en el área, hoy marcada por el predomino de gobiernos de izquierda con tendencia injerencista, el Perú podría no agregarse a esa nueva “marea rosa” regional. Ello dependerá de la dimensión de la especificidad nacional, del nivel del control que se despliegue para superar la crisis y de la adecuada definición de la misma.
Lamentablemente en el Perú el desborde social parece mayor que en los vecinos, la capacidad de establecer el orden parece menor mientras la confusión nubla la respuesta gubernamental -y hasta la percepción no pública- de la crisis.
En relación a esta última, la perplejidad sobre la legitimidad de la protesta se grafica en las encuestas. Aunque la discrepancia de la opinión recogida puede estar ligada a la naturaleza del encuestador, del encuestado y al tipo de pregunta realizada, existe contradicción entre las que reportan el nivel de apoyo a la protesta (60% según el IEP en diciembre) y la declaración del perjuicio económico que afrontan los trabajadores y las pymes (95% según IPSOS-Lampadia en enero). Si la encuesta del IEP se hubiera realizado cuando el impacto económico fue más visible muy probablemente el resultado del IEP se parecería más a la de IPSOS. Quizás las encuestadoras podrían coordinar el momento en que realizan sus encuestas.
De otro lado, la confusión en el sector público sobre el diagnóstico de la crisis sigue latente. Así, mientras la presidente Boluarte declaró, según el New York Times, que la protesta es violenta, generada por grupos radicales con agenda política y económica y que ésta parece vinculada al narcotráfico, la minería ilegal y el contrabando, la Canciller Gervasi sostuvo, según el mismo diario, que “está segura” de que ello será probado pronto (NYT, 2 de febrero).
Tales matices de diagnóstico pueden debatirse al interior del gobierno, pero de ninguna manera hacerse en público. Y menos cuando hasta el New York Times parece dispuesto a incrementar el impacto de la aparente descoordinación.
Por lo demás, frente al silencio del Estado sobre la definición la naturaleza de la crisis, aparecen en el escenario mediático diferentes teorías que desean brindar racionalidad a las protestas y a la violencia extrema empleada.
Uno diría que éstas se basan en una plataforma que Gramsci podría haber suscrito: frente al fracaso inmediato de la revolución violenta, ésta debe ser política y sostenida mediante la infiltración del Estado hasta su derrumbe.
Pero luego surgen las diferencias. Según unos, lo que confrontamos no es otra cosa que la tesis senderista de Guzmán quien sostuvo que la derrota militar de la agrupación terrorista fue sólo “un recodo en el camino” de una guerra política y del conflicto con las instituciones. Esta tesis sigue confiando en la militancia (p.e. la del Movadef).
A esta propuesta ha seguido una de menor publicidad (la “revolución molecular disipada” en una de sus denominaciones), según la cual los movimientos sociales beligerantes sin líderes precisos y de heterogénea composición, pero con algún grado de coordinación, derruirán al Estado. Esta tesis parece más bien anarquista.
Al respecto, es de esperar que lo que quede de las instituciones peruanas de inteligencia peruanas derruidas por Castillo, puedan dilucidar el marco de referencia político con que el Estado confronta el desafío actual.
Y también establecer el escenario estratégico y táctico que ha descrito la presidente Boluarte. Por ejemplo, actuando contra la participación de los agentes del narcotráfico que en el Perú operan en un vasto territorio cocalero de 84 mil has. de sembríos de los cuales el VRAEM (el origen del financiamiento de la insurrección) representa 32.1 mil has. A mayor información, el gobierno podría establecer que de esa zona y de San Gabán (zona cocalera de Puno) parten los derivados coca y la cocaína que son transportadas a Bolivia donde se reelaboran y reexportan al Brasil y otros destinos vecinales y extrarregionales. Esa cadena parece hoy parcialmente afectada.
Además, el gobierno podría recordar que el flujo del contrabando entre el norte de Chile, Bolivia y Puno (la frontera más porosa del Perú) tiene un valor anual en Puno de US$ 234 millones de un total de US$ 591 millones según la SUNAT. Ese total implica, además, a Tacna, Callao y la frontera con Colombia. Es más, el comercio ilegal que tiene como destino Juliaca, es operado por cuatro estamentos, uno de ellos fuertemente armado (la famosa “culebra”) y que parece una fuente segura de financiamiento de oscuros líderes de movimientos sociales locales.
De otro lado, no debiera ser complicado para el gobierno definir el monto del financiamiento de la insurrección que proviene de la minería ilegal en Madre de Dios. Para sus operadores es fácil sitiar la capital de esa región, como viene ocurriendo, si los mineros ilegales artesanales representan el 91% de la producción de oro de la zona que aproxima a contrabandistas peruanos y bolivianos.
Y si el gobierno estuviera dispuesto a precisar y suprimir estas fuentes de financiamiento insurreccional también podría evaluar las “contribuciones” que se extraen de las comunidades campesinas para sostener las movilizaciones.
La disposición a confrontar esta problemática en sus fuentes implica, por cierto, la disposición excepcional a ejecutar proyectos sociales que aún aguardan el buen uso de miles de millones de soles no realizados en el pasado período fiscal. Y también que el gobierno se comprometa a solucionar los problemas de salud, educación y alimentación que aquejan a los ciudadanos en pobreza y pobreza extrema cuya desatención es la mayor en el país. Lampadia