Jaime de Althaus
Para Lampadia
La respuesta del presidente Castillo a la negativa del Congreso a autorizar su viaje a Colombia, a la aprobación preliminar de la acusación por traición a la patria y al allanamiento fiscal de la residencia de palacio de gobierno, ha sido señalar la existencia de un plan de parte del congreso, de la Fiscalía y de un sector de la prensa para derrocarlo, desconociendo el triunfo del pueblo. Ha convocado a dirigentes de rondas campesinas y de algunas organizaciones populares para transmitir el mensaje de que estamos ante una agresión más del Perú oficial, limeño y político contra el pueblo andino al que se quiere despojar del poder al que legítimamente ha accedido.
Es una manera de revivir el imaginario que le permitió la victoria, basado en estimular la distancia, la división y el conflicto latente entre el mundo andino y los poderes coloniales.
Lo dijo hace pocos días en Junín:
“Después de muchos años de haberse gestado la independencia del país, hoy las fuerzas patrióticas seguimos batallando contra las fuerzas realistas que se han convertido en golpistas de la democracia”.
Aníbal Torres fue más allá: acercándose a la sedición abierta, azuzó a dirigentes sociales de Lima a movilizarse: “Arrodillen a los golpistas”, les dijo, pidiéndoles que cada uno traiga 50 personas a la capital, se supone que para cerrar el congreso. Y canonizó a Yenifer Paredes como heroína popular: “está siendo maltratada y privada de su libertad, pero los peruanos estamos ganando una líder…”.
Están encubriendo con una respuesta política -que busca una reacción popular- los actos de corrupción que han sido descubiertos a borbotones. Una interpretación benevolente vería algo de auténtico en esa defensa. No en el argumento político, sino en cierta perplejidad e incomprensión ante el descubrimiento de que lo que creían que era normal en realidad era delito. Porque, en verdad, Castillo ha hecho a nivel del gobierno central -es decir, en un volumen mucho mayor- lo mismo que hacen muchos gobernadores regionales y alcaldes cuando llegan al poder local: nombrar en los puestos claves a parientes y amigos con los cuales organizar la distribución de obras y licencias a cambio de quedarse con una parte de una torta que se ha vuelto cada vez más grande en los últimos 30 años.
Pero lo que esto significaría es que ese aspecto del pueblo que ha llegado a Palacio no es el más sano y prístino sino el que no distingue entre el bien público y el privado, o que considera la “res” publica como como propia. Neo patrimonialismo, en suma. Pero una caracterización sociológica como esa no es excusa. A estas alturas una cultura patrimonialista popular muy lejana del Estado profesional, meritocrático e impersonal de Max Weber, no se justifica ni siquiera como reflejo del nivel de desarrollo social. Todo el mundo sabe que no se debe tomar dinero público, que es dinero de todos los peruanos. Es robo, simplemente.
Deberíamos aprovechar los reflectores sobre esta cultura del robo para avanzar en la propuesta de Fernando Cillóniz de conformar entidades autónomas profesionales de nivel nacional al estilo del Banco Central que se encarguen de la planificación y ejecución fusión de las obras y de los principales servicios básicos.
Una segunda mejor solución sería dar una ley que obligue a los gobernadores regionales y a los alcaldes provinciales a contratar gerentes del cuerpo de gerentes públicos formados por Servir.
Este es el momento, porque el país entero se está viendo en el espejo de lo que ocurre en el Palacio y en el gobierno. Lampadia