“Sin límites ni control democrático, la tecnología puede convertirse en un instrumento de opresión absoluto. Es decir, el big data puede convertirse en un big brother, en un ciber-leviatán, pero tenemos que ser capaces de convertirlo en un big deal que nos permita redefinir un pacto constitucional sobre el que construir una democracia digital”.
José María Lassalle, político y filósofo español, en una sesuda entrevista de Jaime de Althaus, comparte su visión sobre el ciber espacio en el que se desarrolla la política moderna signada por un populismo que parece desbordado.
Lassalle nos dice que:
- Hay un proceso de agotamiento del relato de la libertad.
- En Europa y Estados Unidos ha fracasado el discurso de progreso.
- La democracia representativa está siendo crecientemente sustituida por una suerte de democracia directa, de manejo plebiscitario.
- Las redes sociales son una base sobre la que está desarrollándose el populismo de una manera cada vez más agresiva.
- La razón es clara: las redes sociales se basan en estímulos emocionales, no razonados.
- Esto rompe el discurso de la democracia, que se basa en un debate permanente de ideas, de argumentación, y propicia precisamente la demagogia.
- Las redes sociales tienen una gran capacidad de denuncia, pero no tienen capacidad de argumentación.
Sin embargo, reconociéndose como un liberal pesimista, afirma: “Yo creo que es un fenómeno transitorio”. ¡Así esperamos!
“La demagogia populista convence a las mayorías de que el voto es un derecho de venganza”
Entrevista de Jaime de Althaus
José María Lassalle
Político y filósofo español
Ex Secretario de Estado para la Sociedad de la Información y Agenda Digital de España en el Ministerio de Energía, Turismo y Agenda Digital, ex secretario de Estado de Cultura de España
3 de setiembre, 2018
El Comercio
Glosado por Lampadia
El ex secretario de Estado español piensa que las redes sociales son una base sobre la que se está desarrollando el populismo de una manera cada vez más agresiva.
En un libro reciente, “The People vs. Democracy”, Yascha Mounk, profesor de Gobernanza en Harvard (ver en Lampadia: En búsqueda de un espacio de reflexión), sostiene que el avance del populismo en todas las democracias (incluso la norteamericana) podría derrumbar la democracia liberal, poniendo en riesgo la libertad. ¿Por qué el populismo está avanzando tanto?
Porque hay un proceso de agotamiento del propio relato de la libertad. En Europa y Estados Unidos, después de la crisis de seguridad que se inicia con el 11 de setiembre y con la crisis económica del 2008, hemos visto cómo ha fracasado el discurso de progreso, el discurso que ha fundamentado la creencia de que el hombre era capaz de administrar y gobernar la realidad, generando más bienestar, más prosperidad y más libertad. Las nuevas generaciones contemplan con miedo que ese orden que giraba alrededor de una idea de progreso se ha quebrado. Hay una serie de malestares crecientes en el seno de las sociedades, hay procesos de pérdida de confianza en el futuro y, sobre todo, en la capacidad de la política para seguir gobernando la transformación que nos lleva hacia el futuro, que precipitan la ilusión de demagogos, de discursos sentimentalizados que combaten la razón y la institucionalidad desde una especie de irracionalismo del discurso político.
La democracia liberal se funda en la idea de que el rival es un adversario, no es un enemigo político que hay que eliminar o contra el que hay que aglutinar a todo el pueblo, como hacen los populistas. Ese principio también se está rompiendo, hay cada vez menos adversarios y más enemigos. ¿La democracia liberal se está desconsolidando?
Yo creo que sí. La visión de liberalismo ha partido siempre de la creencia de que el otro es necesario, porque no hay verdades absolutas y no hay respuestas absolutas que nos permitan encontrar soluciones inmediatas, sino que siempre las reformas en las que se funda el progreso son posibles mediante el diálogo y la negociación política con otros. Incluso la verdad pública es producto, como veía Karl Popper, de un intercambio de información, donde la suma de perspectivas nos permite ir elaborando un discurso cada vez más omniabarcante de la realidad. La capacidad de diálogo se está rompiendo porque hay cada vez más mayorías sociales que no quieren entender que el otro es una alteridad necesaria, sino que debe ser un enemigo sobre el que proyectar sus malestares, sus impotencias, sus frustraciones, la falta de respuestas; y la demagogia con la que un líder político elabora un discurso populista les convence de que el derecho de voto es un derecho de venganza que repara su condición de víctimas frente a las oligarquías, la partidocracia, las castas y demás causantes de sus malestares.
¿Qué papel juega en esto el avance de las redes sociales, de Internet? Porque de alguna manera la democracia representativa está siendo crecientemente sustituida por una suerte de democracia directa, de manejo plebiscitario. Las intermediaciones tienden a desaparecer. El crecimiento de las redes se hace a costa del buen periodismo también.
Las redes sociales son una base sobre la que está desarrollándose el populismo de una manera cada vez más agresiva. La razón es clara: las redes sociales se basan en estímulos emocionales, no razonados, generan bucles autorreferenciales y estimulan la evolución de esos bucles hacia el fanatismo. Tratar de comprimir respuestas a la complejidad del mundo en muy pocos caracteres rompe el discurso de la democracia, que se basa en un debate permanente de ideas, de argumentación, y propicia precisamente la demagogia. Las redes sociales tienen una gran capacidad de denuncia, pero no tienen capacidad de argumentación. La democracia se sostiene básicamente sobre la argumentación, sobre la capacidad deliberativa de intercambiar opiniones, de razonarlas, sobre la base de que las verdades, como veía Popper o los sofistas en la Grecia clásica, nacen de un intercambio de información, de una contrastabilidad, de un debate, y eso hace que sea complejo el discurso político de la democracia en momentos en los que la permanente sensación de que vivimos en un Estado de excepción hace que el decisionismo se imponga. No importa la argumentación de la decisión, sino la decisión en sí. Y el pueblo demanda inmediatez en las respuestas. No le importa que los problemas se resuelvan, sino que el líder político transmita la sensación inmediata de que está al lado de su pueblo compartiendo su sufrimiento, aunque no tenga respuestas. Eso es lo que está de alguna manera desestabilizando profundamente la democracia.
En España, por ejemplo, el sistema de partidos que había se ha descompuesto por completo. ¿Se está formando un nuevo sistema de partidos?
Yo soy pesimista, pero, bueno, soy un pesimista activo como diría Raymond Aron. Un liberal es un pesimista antropológico, no cree que el hombre es bueno por naturaleza, pero sí cree que es posible articular un discurso de reformas que mejoren la naturaleza de las cosas y la experiencia de la política. En España, en el resto de los países europeos y en EE.UU., se está produciendo una deslegitimación de los partidos tradicionales. Parece irrumpir un fenómeno de pluralismo político partidista mucho más amplio, como se vive en Italia o Alemania o España, pero es aparente, porque en el fondo se están reproduciendo los mismos bloques que el bipartidismo o los partidos tradicionales ofrecían. Hay como una especie de frentismo aglutinador que suma a los partidos que de un modo u otro encarnaban el centro derecha y el centro izquierda.
¿La degradación es inevitable?
Bueno, discursos que antes se articulaban de una manera racional y ahora se sentimentalizan buscando la morbidez de la política. Es decir, la programación basura de la televisión se ha convertido en la programación basura de alguna parte de los partidos políticos. Pero yo creo que es un fenómeno transitorio y que, al final, esas dos grandes categorías que identifican lo político, como decía Norberto Bobbio, plantearán que las categorías de la libertad y de la igualdad tengan que generar nuevos relatos alrededor de los cuales llevar a cabo esa alternancia de la política que ha hecho posible una centralidad estable que ha permitido la prosperidad de las democracias.
¿Hay en la agenda española alguna discusión acerca de los sistemas electorales, la manera de reelegir a los diputados, senadores? Uds. no tienen distritos uninominales como en Francia, Inglaterra, Alemania…
Yo creo que el modelo político en el que mejor podemos inspirarnos es el sistema francés a doble vuelta. Es un sistema mayoritario (uninominal) a doble vuelta que en una primera vuelta permite un pluralismo representativo donde varios partidos compiten con sus candidatos por ser ganador, pero en segunda vuelta tan solo se puede decidir entre los dos partidos mayoritarios. Esto en cada distrito electoral. En España hay un fuerte debate por un modelo de doble vuelta para la elección de los congresistas en distritos uninominales.
¿Hay reformas que se puedan plantear a lo que está ocurriendo en las democracias europeas? Aquí, por ejemplo, hay que reconstruir el sistema de partidos. En España también se ha desintegrado…
Es muy difícil porque vivimos un momento de excepcionalidad. La democracia se ha visto asediada por problemas que la desbordan y se ha producido también una fragmentación en los relatos alrededor de los cuales cada uno interpreta al mundo. Cada vez es más difícil encontrar consensos en la vida civil, hasta en las familias, entre los amigos. ¿Cómo llevar a cabo una reforma de la institucionalidad que preserve la libertad en la que creemos, los derechos fundamentales de la persona, la libertad de expresión, el derecho de propiedad? Lo primero es un proceso de ejemplaridad pública. Hace falta que la política sea ejemplar y que quienes den el paso de estar en la política asuman como en la vieja república romana los valores de virtud imprescindibles para granjearse un cierto reconocimiento social. La ejemplaridad proyectada a las instituciones se traduce en transparencia. Yo creo que el gobierno abierto y la política cristalina son imprescindibles para comprender los procesos de decisión en la elaboración de las leyes, por ejemplo. Enrique Krauze, en un ensayo reciente sobre el populismo titulado “El pueblo soy yo”, explica cómo la democracia directa, en un mundo tan complejo como el nuestro, acaba desembocando en el cesarismo, y el escenario que se asoma es el de un leviatán cesarista si no somos capaces de atajarlo a través de la virtud, la ejemplaridad y la transparencia para crear escenarios de confianza…
En el Perú estamos en un estadio anterior: descubrimos que el Poder Judicial está basado en redes de compadrazgo, amistad o afiliación política. Son sistemas de reciprocidad de favores, que se intersectan con redes criminales externas. Entonces, lo primero es transformar estas instituciones en meritocráticas. Eso me imagino que ya existe en un país como España…
Cuando hablaba de la ejemplaridad, incluyo el mérito y la capacidad para poder desempeñar la representación política. Y eso es lo que tenemos que ser capaces de desarrollar en los próximos años: la transparencia, una rendición de cuentas mucho más habitual, el conocimiento preciso de cuál es el patrimonio con el que uno entra a la política y cuál es el patrimonio con el que uno sale, la generación de oficinas de conflictos de intereses. Hay una cosa que va a revolucionar todo esto, que es la inteligencia artificial, que va a permitir conocer de una manera mucho más precisa todas esas estructuras de redes patrimonializadas y corruptas desde el poder. Es decir, hay fenómenos asociados al proceso de cambio tecnológico que creo que pueden fortalecer la democracia. Los liberales limitaron el poder, porque no confiaban en él y porque sabían que el poder corrompe y quien lo ejerce de manera absoluta se corrompe de manera absoluta.
LÍMITES Y CONTROL DEMOCRÁTICO
“La tecnología puede ser usada para la opresión”
Entonces, el desarrollo de las nuevas tecnologías, por un lado, tiene este efecto corrosivo de la democracia a través de las redes, pero, por otro lado, permitiría avanzar mucho en la transparencia, en la celeridad de los procesos, en fin…
La tecnología no es buena ni mala, pero es voluntad de poder y como tal debe ser controlada y humanizada en términos humanísticos y éticos. Los procesos de cambio tecnológico que hemos vivido han buscado optimizar la circulación de información, y por tanto se han basado en el impulso casi disruptivo exponencial de dos vectores, el de la velocidad y el de la capacidad. Pero, claro, eso ha generado una hiperinflación de conocimiento y de información que nos desborda y frente a la cual debemos desarrollar mecanismos de control que vayan introduciendo elementos más humanísticos, más éticos y, por tanto, instrumentos que se alíen con la democracia y la consolidación de esta y no en su debilitamiento. Sin límites ni control democrático, la tecnología puede convertirse en un instrumento de opresión absoluto. Es decir, el big data puede convertirse en un big brother, en un ciberleviatán, pero tenemos que ser capaces de convertirlo en un big deal que nos permita redefinir un pacto constitucional sobre el que construir una democracia digital. Eso implica que las vulnerabilidades que como personas tenemos en las redes vayan de alguna manera desactivándose con la creación de una nueva categoría de derechos digitales, vayan construyendo una teoría de la propiedad sobre los datos. Pues los datos –que son la huella digital que dejamos nosotros cuando estamos trabajando en Internet o chateando o nos estamos moviendo en el uso de dispositivos inteligentes o la comunicación que nosotros entablamos con máquinas– no tienen en estos momentos propietarios y estamos construyendo un modelo económico digital sin una propiedad de base, y ese es un factor que en mi opinión puede desestabilizar también la democracia, porque yo quiero ser dueño de mis datos y quiero poder monetizarlos y economizar esos datos y quiero poder negociar con otro qué bienes y servicios van a desprenderse de mis datos. No quiero que una gran corporación tecnológica me diga a mí cómo debo negociar mis datos, quiero poder negociar con ella. Que no ocurra lo que denunciaba Adam Smith en “La riqueza de las naciones”, que siempre que dos o más empresarios se reúnen lo hacen para conspirar contra el mercado. Por eso defendía Adam Smith la necesidad de un Estado mínimo, pero un Estado. Hace falta que en el ámbito digital exista un Estado, pero un Estado mínimo, que sea capaz de regular, proteger datos, definir materia de la propiedad sobre los datos, determinar unos derechos digitales, que nos permitan de alguna manera ser ciudadanos digitales que podamos vivir la experiencia política que ya está asociada a la experiencia digital. Lampadia