Jaime de Althaus
Para Lampadia
Chile se salvó, al menos por el momento. La locura radical de izquierda había producido un texto delirante y suicida. No solo amenazaba con destruir la unidad de uno de los Estados mejor consolidados de América Latina, en nombre de la plurinacionalidad y de la multiplicación de los sistemas de justicia, lo que iba a llevar a ese país a la anarquía, sino que suprimía el Senado e instauraba un intervencionismo estatal que sin duda iba a condenar a Chile al caos y la pobreza.
Se han salvado, así, el Estado, la economía y la gobernabilidad chilenas. Ya la bolsa de valores reaccionó con un alza apreciable y sin duda las inversiones mineras volverán a mirar al país del sur, mientras retiran su vista del Perú.
Mientras tanto, el presidente Boric reorienta su gabinete hacia la centroizquierda. con una composición que empieza a acercarse a lo que fue la “Concertación” de partidos de izquierda y centroizquierda que gobernó Chile durante dos décadas, entre 1990 y el 2010. Con eso, por supuesto, empieza a darle viabilidad a su propio gobierno. El rechazo, en ese sentido, le ha salvado a él también, si es capaz de tomar todas las lecciones de lo ocurrido.
Recordemos que la izquierda -no solo en Chile sino en América Latina en general- ha sido exitosa cuando abrazó la economía de mercado y, por el contrario, se hundió en el desastre económico cuando optó por el estatismo intervencionista. El caso precisamente de la Concertación chilena es ilustrativo.
Desde el presidente Aylwin, los dirigentes de esos partidos de izquierda y centro izquierda, como el partido Socialista, entendieron que debían mantener las líneas centrales del modelo económico heredado de la dictadura de Pinochet, agregándole el valor de unas políticas sociales de mayor alcance.
Y, por supuesto, no había contradicción entre ambos propósitos. A más mercado, mayores tributos puede coleccionar el fisco para la redistribución social.
Y así fue como Chile creció durante los años de la Concertación a unas tasas superiores a las de toda América Latina, y lo hizo incrementando en gasto social del Estado al punto que, cuando se produjo el estallido social el 2019, dicho gasto equivalía al 16% del PBI, el más alto de América Latina, y la pobreza se había reducido del 40% en el 2003 a 10.7% en el 2017.
Pero se impuso la posverdad ideológica. La ralentización del crecimiento ocasionada por las reformas intervencionistas de la segunda Bachelet, llevaron a que las clases medias perdieran ingresos o ya no pudieran seguir incrementándolos para pagar las deudas que habían contraído para satisfacer sus aspiraciones de progreso, para adquirir bienes muebles e inmuebles y educar a sus hijos en universidades públicas que se pagaban por medio de préstamos estudiantiles.
Se construyó una narrativa de abuso del sistema que no fue refutada por la derecha ni por los defensores de las políticas liberales, y el resultado fue una explosión, en parte estimulada por centros de planificación de acciones y atentados, que llevó a la Convención a toda clase de iluminados e irredentos. Sin duda una lección acerca de la importancia de dar la batalla cultural en favor de las ideas de la prosperidad y la integración social.
En realidad, la Constitución chilena de 1980 ha sufrido más de 100 reformas.
En la práctica, ya no es la Constitución de Pinochet. Durante el gobierno de Lagos, por ejemplo, se derogaron sus reminiscencias autoritarias: se eliminaron los senadores designados y vitalicios, que mantenían una representación de las fuerzas armadas, y se redujo el mandato presidencial de 6 a 4 años. El 2017 se modificó la constitución para establecer la elección de los gobernadores regionales, antes designados por el presidente de la República. Y así sucesivamente.
Pero la carga de haber sido, de todos modos, la “Constitución de Pinochet”, pesó siempre incluso sobre las derechas, de modo que incluso parte de ellas están de acuerdo en la conveniencia política de un nuevo texto constitucional. Pero uno sensato, que preserve la unidad del Estado chileno, la gobernabilidad y la economía de mercado, asegurando derechos sociales y una capacidad redistributiva para atenuar las desigualdades y e igualar las oportunidades.
Chile posee una democracia muy asentada, y por eso pasar a una constitución que no provenga de una dictadura militar posee un valor simbólico. La pregunta ahora es cómo van a abordar ese proceso. Lampadia