Jaime de Althaus
Para Lampadia
Ha llamado la atención el incremento del porcentaje de la población que está de acuerdo con que se convoque a una asamblea constituyente, según la última encuesta del IEP. Ese 69% parece excesivo, pero, aunque la cifra fuera menor, de todos modos, habría habido un aumento y la pregunta es a qué se debe. Una explicación posible habría que encontrarla en un elemento perverso de la estrategia de las izquierdas radicales: generar violencia, paralizaciones, bloqueos para que emerja como solución mágica a ese caos la asamblea constituyente regeneradora. Es el Pachacuti previo a la instalación de un nuevo orden más puro, más limpio. Juega con eso la percepción -ya desde hace años- de la política peruana -simbolizada en Lima- como un profundo desorden corrupto, del que, además, no escapa tampoco la política local y regional, aún más corrupta, si cabe.
Pero es obvio que la Constitución no tiene nada que ver con la corrupción, de la misma manera que una nueva Constitución puede terminar arrasando lo positivo que tiene nuestra carta magna actual, que es el capítulo económico, sin arreglar lo que necesita cambios, que es el capítulo político. Una nueva constitución puede terminar condenándonos al atraso y la miseria, como ha ocurrido en Venezuela y Cuba, a un estatismo por definición aún más corrupto, y el proceso mismo de la asamblea constituyente puede convertirse en un medio para concentrar el poder e imponer una dictadura, como ocurrió en varios países bolivarianos. .
Más bien la Constitución de 1993 hizo posible la más larga etapa de crecimiento sostenido y acelerado de la historia del país, que significó que la pobreza, en una región como Puno, por ejemplo, haya caído del 80% en el 2004 al 34% el 2019, para volver a subir 8 puntos con la pandemia, y ya sabemos que no hay mayor frustración que la de perder un nivel de vida alcanzado con gran esfuerzo.
Pero ese mismo crecimiento engendró una descentralización muy corrupta incapaz de atender los servicios reclamados por una población emergente empoderada que elevaba su nivel de demanda. No solo eso, un pilar fundamental del modelo, la libertad económica, fue crecientemente erosionado asfixiando y reprimiendo a ese capitalismo popular informal con leyes y regulaciones inaccesibles. La esclerosis normativa hizo que el modelo no pudiera reducir sustancialmente la informalidad.
Entonces hay que tener claridad sobre qué fue lo que pasó con el modelo. Omar Awapara, por ejemplo, se confunde cuando opina que la proliferación de la informalidad es la consecuencia de “retirar la presencia del Estado y dejar volar al mercado”. Exactamente al revés: es el resultado de una formalidad excluyente generada por el crecimiento regulatorio desmedido del Estado.
Lo que tenemos ahora puede ser visto, también, como una suerte de revolución capitalista contra un Estado opresor en lo legal y capturado por intereses patrimonialistas en los servicios que debe dar. Un Estado excluyente por partida doble. Lo increíble es que sea la izquierda radical la que capture esas demandas.
Se requiere una lucha política e ideológica que permita encausar las aspiraciones populares, explicar las causas de los problemas, devolver libertad económica para permitir el despegue de los sectores emergentes, simplificar radicalmente los requisitos para la formalización minera, reformar profundamente el Estado para implantar meritocracia y eficiencia, y rediseñar los sistemas de representación para reconectar a la gente con el Estado. Lampadia