Alejandro Deustua
10 de setiembre de 2024
Para Lampadia
Luego de que el carnavalesco Castillo comprometiera seriamente la proyección externa del Estado, la devolución a Torre Tagle de un liderazgo a cargo de funcionarios con conocimiento del sector debiera haber traído consistencia y estabilidad a la Cancillería.
En lugar de ello el gobierno se ha dado el lujo de cambiar, en promedio, un canciller cada seis meses añadiendo riesgo a la incertidumbre política y quizás cierta alarma en algunos interlocutores.
En perspectiva minimalista ello debió haber preocupado a los miembros de la APEC (especialmente luego de haber enviado al Perú a alrededor de 7 mil participantes en 200 reuniones ya realizadas como prolegómeno de la cumbre de líderes de noviembre próximo). Y también a los países que han denunciado el escandaloso fraude electoral ocurrido en Venezuela y el incremento de la represión a cargo del dictador Maduro.
La primera preocupación ha sido felizmente atemperada por la extraordinaria plataforma burocrática que congrega este tipo de mega-eventos (a los que la cooperación internacional contribuye sustantivamente) y por los 171 funcionarios diplomáticos peruanos que despliegan en ese empeño habilidades propias de su función.
La segunda preocupación ha surgido de legítimas reacciones al cambio sorpresivo de un canciller cuyas expresiones, en la OEA, sobre la consagración de Edmundo González Urrutia como presidente electo de Venezuela no corresponden a la posición peruana plasmada en comunicados singulares y conjuntos emitidos por la autoridad peruana y de otro origen. En ellos sólo se manifiesta la necesidad de que el gobierno venezolano presente las actas electorales, la recusación de la declaración de victoria oficialista, la denuncia del fraude en Venezuela, la necesidad de respetar la voluntad popular y las libertades en ese país y el requerimiento de un diálogo de reconciliación en el mismo.
A pesar de que, en apariencia, Estados Unidos, Argentina, Uruguay, Ecuador, Costa Rica y Panamá han reconocido como presidente electo al Sr. González Urrutia, ese reconocimiento no se ha formalizado en el resto de América Latina democrática y se estudia en la Unión Europea.
En ese contexto, el nuevo Canciller añadió confusión a las declaraciones de su antecesor dando a entender, en sus primeras y apuradas manifestaciones, que el campo de acción sobre Venezuela se circunscribía al ámbito de “los venezolanos”. Ello no obstante, el Canciller Schialer aclaró inmediatamente el compromiso del Perú con la defensa de la democracia en Venezuela.
Lo que no dijo -como tampoco lo hizo su antecesor- es qué va a hacer al respecto más allá de la retórica promoción democrática y de un diálogo entre las partes que, a la luz de la experiencia con el dictador, probablemente fracasará aunque formalmente se llegase a un acuerdo. El tiempo para decidir no es extenso ahora que el Sr. González se ha asilado en España mientras la lideresa de la oposición, la Sra. Machado, reitera que aquél jurará el cargo en enero próximo y la beligerancia totalitaria se escala (Maduro atenta ahora contra representaciones diplomáticas en Caracas al desconocer el acuerdo sobre la representación brasileña de los asuntos argentinos después de que los diplomáticos platenses fueran expulsados luego de asilar a seis opositores).
Como es evidente, si el gobierno chavista generaba inestabilidad regional ahora es una amenaza creciente con la que se debe lidiar a pesar de las posiciones conciliadoras de Brasil y Colombia. Lo primero debe ser contribuir, no sólo diplomáticamente, a que no fluyan los “ríos de sangre” que el dictador prometió desatar. Esa labor de contención requiere de medidas coercitivas colectivas sobre el gobierno del tirano que sólo pueden lograrse con el concurso de grandes y medianas potencias occidentales incluyendo a Latinoamérica. Simultáneamente, debe procederse al análisis forense internacional (¿por la OEA o la ONU?) de las actas presentadas por la oposición y proseguir luego al reconocimiento general de González Urrutia como presidente electo.
De manera paralela a esta problemática, el nuevo Canciller expuso los lineamientos de la política exterior que implementará. En ella resaltó el rol prioritario de China como “motor de las inversiones” en el Perú sin matizar sus consecuencias estratégicas además de la proyección en el Asia-Pacífico mientras que el rol de Estados Unidos, carente de especificidad, se remitía a la cooperación diversa, cadenas de valor, seguridad de baja intensidad y comunidad de principios. Sobre estas diferencias de roles el nuevo Canciller sólo hizo distinciones funcionales que marcan también un listado de acciones desprovistas de mayor sustento.
Este defecto de la comunicación torretagliana contemporánea no es compensado por el apego al orden de exposición tradicional (que empieza por las relaciones vecinales e integración y culmina con los multilaterales – hoy ONU y OCDE-) ni por el mérito de haber excluido el capricho propagandístico de su antecesor quien otorgó la denominación “reforzada” a la política exterior. Una excepción surge respecto a este lugar común: el rol de Cancillería en la articulación del hub portuario en el Pacífico.
Para actuar en un escenario de crisis sistémica, un país geográficamente grande, geopolíticamente inmaduro y económicamente chico debe poder definir el escenario que lo afecta, fundamentar las acciones de potenciación de capacidades y reducción de vulnerabilidades en diferentes horizontes y plazos y reconocer su ámbito de pertenencia política y civilizacional. En vez de ello sigue campeando la inercia circunstancial (aunque su rumbo sea erróneo) y la pauta de menú ligada a la incertidumbre de un cambio de gabinete. Lampadia