“El camino hacia el desarrollo no está nunca pavimentado.
Está lleno de obstáculos, y lleno de trampas.
Hoy recorrí parte de Paracas. Paracas significa ‘tormenta de arena’,
y lo que el Perú necesita es una tormenta de ideas,
de innovación, de emprendimiento, de ambición …”.
Sebastián Piñera en CADE 2016, en que nos acompañó tres días.
En Lampadia lamentamos la trágica desaparición del presidente de Chile, Sebastián Piñera, Piñera enfrentó grandes tormentas en sus dos gobiernos, y en gran medida lo hizo con consecuencia democrática y visión de desarrollo.
Compartimos el Editorial de El Mercurio, que valora su importante legado, en una región tan carente de líderes.
Editorial de El Mercurio – Chile
7 de febrero, 2024
Glosado por Lampadia
En un febrero ya signado por la tragedia, la muerte del expresidente Sebastián Piñera añade un nuevo motivo de duelo nacional. Aun muchos de quienes fueron sus adversarios reconocen en estas horas su compromiso con el país y con las instituciones democráticas, evidenciado en los momentos en que estas fueron sometidas al más violento asedio en 30 años. El temple con que resistió la brutal ofensiva desestabilizadora contra su segundo gobierno, su resiliencia ante los ataques, y la capacidad de trabajo y autoexigencia que marcaron su desempeño al frente del Estado, son revalorizados hoy, cuando tales características parecen más escasas en la gestión pública. Y es que tal parece haber sido parte del sino político de Piñera, un exgobernante cuyos logros han terminado siendo apreciados por el país en forma retrospectiva, por el contraste que genera su ausencia.
Miembro de una familia de destacadas figuras públicas, sobresalió primero en el ámbito empresarial, para desplegarse en la política a partir de la década de 1990. Habiendo sido un decidido opositor al régimen militar, valoró sin embargo la obra modernizadora de este y la importancia de proyectarla en democracia. Como senador de RN, fue un impulsor de los primeros acuerdos económicos con el gobierno de Patricio Aylwin, quien reconocería su colaboración.
Fueron aquellos tiempos turbulentos en la centroderecha, en que el estilo de Piñera muchas veces chocó con el de otras figuras. A la larga, su perseverancia, y también jugadas audaces, como lo fue su primera candidatura presidencial, en 2005, le permitieron perfilarse como el líder más importante de su sector. En su segundo intento presidencial, en los comicios de 2009-2010, consiguió finalmente imponerse en el balotaje al exmandatario Eduardo Frei y transformarse en el primer candidato de la centroderecha en ganar una elección presidencial después de 50 años.
La catástrofe del 27-F resultó decisiva en configurar la impronta de Sebastián Piñera como gobernante. Así, la reconstrucción del país proveyó de épica a una administración cuestionada por su falta de relato. Sin particulares dotes oratorias, brilló como un gestor genuinamente preocupado por atender con prontitud las necesidades de los damnificados y poner de pie al país. Caricaturizado a veces como un gobierno sometido a la tiranía del excel, su forma de trabajo rigurosa mostró indiscutible eficacia. El 2010 fue también el año del rescate de los 33 mineros en Atacama, una operación en la que se jugó personalmente, asumiendo todo el riesgo que involucraba, y cuyo éxito generó admiración mundial.
Ese primer gobierno anotó además una suma de logros en otros ámbitos, desde la extensión del posnatal o la reforma del sistema de crédito universitario, hasta un destacado manejo de la política exterior. En este punto, sacó al país de una peligrosa dinámica vecinal que arriesgaba comprometer materias de soberanía (por ejemplo, respecto de Bolivia), y reentroncó con una línea de colaboración fructífera antes impulsada por Ricardo Lagos. Hitos de su conducción fueron la defensa de Chile ante Perú en La Haya, el lanzamiento de la Alianza del Pacífico o el Visa Waiver con EE.UU. Y, junto con esos logros, alcanzó las mejores cifras de crecimiento económico registradas en este siglo.
En lo político, sin embargo, el balance fue mucho más discreto. Se suele responsabilizar a la dificultad del exgobernante para proyectar un relato movilizador en sus propias filas, pero tiende a omitirse un factor no menos relevante, cual fue la actitud opositora. En efecto, el trauma de haber sufrido a manos de Piñera su primera derrota electoral en veinte años fue duramente resentido por la centroizquierda, al punto de precipitar el fin de la antigua Concertación, propiciar su acercamiento con el Partido Comunista e iniciar el distanciamiento de su propia obra. El movimiento estudiantil de 2011, liderado por jóvenes dirigentes que años después conformarían el Frente Amplio, solo aceleró aquello. En esa deriva, la democracia de los acuerdos, característica de los primeros 20 años posrégimen militar, fue progresivamente abandonada por el sector político que antes se había beneficiado de ella. Así, paradójicamente, Sebastián Piñera, una de las figuras de la centroderecha que más habían colaborado con los gobiernos de centroizquierda, no recibió un trato recíproco. En definitiva, su sector terminó sufriendo una contundente derrota en las elecciones de 2013, que sellaron el retorno de Michelle Bachelet a La Moneda y el triunfo de la Nueva Mayoría. Impulsó esta una agenda de reformas estructurales que reflejaron la izquierdización de ese bloque y que hoy son identificadas como causantes del estancamiento del país.
La decepción ante los resultados de la segunda administración Bachelet y el anhelo por recuperar el crecimiento explican por qué, lejos de La Moneda, la popularidad de Piñera creció. En 2017, con una altísima votación en el balotaje, fue otra vez elegido Presidente. Su regreso al gobierno, en marzo de 2018, generó grandes expectativas. Ese primer año, efectivamente, Chile mejoró sus cifras de crecimiento. Sin embargo, las reformas por las que apostó con el objetivo de reencauzar al país se fueron entrabando en el Congreso, en una dinámica cada vez más paralizante frente a una oposición donde la irrupción del Frente Amplio y el peso del Partido Comunista fueron cerrando la puerta a los entendimientos.
Fue en ese contexto que la asonada violentista del 18 de octubre marcó un parteaguas. Piñera llegaría a definir la situación como “un golpe de Estado no tradicional”, en que se buscó debilitar las bases mismas de la democracia. Se trató sin duda de la mayor amenaza que hubiera enfrentado la institucionalidad en 30 años, donde a los ataques que destruyeron parte de la red de estaciones del metro se sumaron los saqueos, el incendio de iglesias, museos y oficinas públicas, y la vandalización de las ciudades, todo lo cual generó un clima de ingobernabilidad que se prolongó por meses. Con minoritarias excepciones, el grueso de la oposición se restó de dar su apoyo a los esfuerzos por restablecer el Estado de Derecho y, en cambio, lanzó una ofensiva deslegitimadora contra las fuerzas de orden, denunciando una supuesta violación masiva y sistemática de los derechos humanos. Más aún, una parte de esa oposición pretendió usar la coyuntura para dar término anticipado a un gobierno democráticamente elegido, en una estrategia en la cual a la violencia de la calle se sumó una sucesión de injustificadas acusaciones constitucionales, dos de las cuales tuvieron como blanco al mandatario. La figura misma de Piñera se transformó en objeto de una odiosidad inédita, al punto que el entonces diputado y candidato presidencial Boric —el mismo que ayer destacaba en sentidas palabras su condición de demócrata— llegó a advertirle que lo perseguiría judicialmente.
En tales circunstancias, las más difíciles que haya enfrentado un mandatario en 30 años, Sebastián Piñera adoptó una decisión que aún suscita controversia, como fue la de propiciar un proceso constitucional para encauzar la crisis. Se discutirá largamente si existían alternativas o incluso si fue una fórmula eficaz: en rigor, la violencia continuó aun después de alcanzado el Acuerdo por la Paz y una Nueva Constitución. Lo que no resulta controvertible es que en esas horas complejas el mandatario mantuvo incólume su convicción democrática y la decisión de cumplir sus tareas hasta el final. La serenidad con que, apoyado en su familia y particularmente en su mujer, Cecilia Morel, hizo frente a las más injustas agresiones constituyó un testimonio de fortaleza personal al servicio de la República.
Más aún, meses después, la pandemia mostró a Piñera una vez más sacando lo mejor de sí ante una catástrofe. Ni aun entonces hubo real ánimo de colaboración en la mayoría de la oposición, que también vio aquí una oportunidad para debilitar al gobierno, incluso presentando absurdas querellas judiciales. A la larga, su manejo de la emergencia generó reconocimiento internacional y el propio Presidente Boric en su primera cuenta pública pediría perdón por la actitud de esos días.
Por todo ello, el cambio de mando de marzo de 2022 tuvo características que trascendieron las de un simple ritual. Haber asegurado la continuidad democrática fue un logro institucional en el que Sebastián Piñera jugó un papel fundamental.
Desde entonces su figura volvió a crecer en el juicio ciudadano. Políticas específicas de su segundo gobierno, como la PGU, fueron ganando reconocimiento, pero además —y frente a una administración que ha mostrado severas falencias de gestión— se acrecentó la valoración de un exgobernante que privilegió la eficacia en el manejo del aparato estatal, que supo convocar para servir en el Estado a jóvenes figuras cuyas trayectorias han demostrado su valía, y que hasta el último momento, aun después de dejar el poder, siguió genuinamente comprometido con el interés nacional. Lampadia