Humberto Abanto Verástegui
Para Lampadia
I
Entre 1936 y 1938, Iósif Stalin desató una ola de terror en la Unión Soviética con la puesta en marcha de los famosos Juicios de Moscú. Fueron tres procesos públicos, más uno cuarto a puerta cerrada, con los que arrasó a cuatro decenas de miembros de la guardia vieja bolchevique y del alto mando del Ejército Rojo. El fiscal Andréi Vichinsky tuvo a cargo la conducción del monstruoso sistema de tortura, coacción y amenazas a familiares que obligó a los imputados a declararse culpables de los delitos más absurdos y sindicar a sus camaradas por esos mismos crímenes. Así cristalizó el modelo estalinista de la colaboración eficaz.
A fines de diciembre de 2016, en el Perú, el legislador delegado configuró un proceso de colaboración eficaz que permitía al fiscal aproximarse a los imputados sin presencia de su abogado, guardar sólo registro escrito de su interacción con ellos, realizar múltiples ampliaciones de sus declaraciones, extender el proceso indefinidamente en el tiempo, corroborar los dichos de un aspirante a colaborador con los de otro y hacer impune la filtración de los datos obtenidos -casi siempre no corroborados- para perjudicar a los demás investigados. Se estableció así un modelo de proceso de colaboración eficaz incompatible con un Estado constitucional, cuyo uso evocó lo peor del totalitarismo estalinista.
El Congreso de la República decidió acabar con esta anormalidad procesal y, con holgada mayoría, aprobó la reforma del proceso de colaboración eficaz. El proyecto de ley, que fue debatido con amplitud en la Comisión de Justicia, presidida por Gladys Echaíz -de quien no se sospecha benignidad con corruptos, en particular, y delincuentes, en general-, ha sido blanco de una intensa campaña venida de sectores del Poder Judicial, el Ministerio Público, la Procuraduría General, nostálgicos exprocuradores y abogados de colaboradores eficaces en la que brillan los eslóganes y se oscurecen las razones.
II
El más estridente estribillo lanzado en esta campaña es que se «busca desaparecer la colaboración eficaz como institución». La frase es efectista e incompleta. Transmite una media verdad. Solo alcanza plenitud si se dice que la reforma desaparece la colaboración judicial como institución contraria a la Constitución, los tratados internacionales de derechos humanos y los principios universalmente aceptados del Derecho Penal Premial. Me explicaré detalladamente.
En primer lugar, nuestra Constitución y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y la Convención Americana sobre Derechos Humanos dan a toda persona imputada de un delito la protección de un amplio conjunto de derechos fundamentales, dentro del cual están la presunción de inocencia, la no autoincriminación, la asistencia letrada, a confrontar y contrainterrogar a los testigos de cargo y, en último término, a un proceso equitativo. La colaboración eficaz supone renunciar a todos ellos y, por supuesto, debe ser fruto de una decisión voluntaria y una elección inteligente entre todos los cursos de acción alternativos, como lo tiene declarado la Suprema Corte de los Estados Unidos (SCOTUS). Las exigencias de conocimiento, inteligencia y voluntad protegen al imputado de verse arrollado por el aparato estatal de persecución penal y, lógicamente, tornan indispensable el consejo de un abogado, sin el cual no es posible tomar una decisión informada sobre un acto procesal tan trascendente para los derechos e intereses legítimos de una persona. Un proceso de colaboración eficaz en el que pueda reclutarse al colaborador sin la presencia ni el consejo de su abogado no es más que una parodia de proceso.
En segundo lugar, la colaboración eficaz es una institución del Derecho Penal Premial. Éste se rige por principios muy específicos: oportunidad, formalidad, eficacia, economía procesal, comprobación, celeridad procesal, proporcionalidad, control judicial y revocabilidad. ¿Qué significa esto? Pues que el descubrimiento de la verdad no es el único interés relevante en el proceso de colaboración eficaz y que su propia naturaleza excluye la ilimitación en el tiempo, porque quien persigue un premio -sea la exención o la reducción de la pena y de la reparación civil- tiene la carga de obrar con prontitud para alcanzarlo y la autoridad estatal el deber de exigirle que así lo haga. Asimismo, el principio de comprobación reclama que los dichos del colaborador eficaz sean todos corroborados con datos objetivos, lo que imposibilita corroborar los dichos de un testigo sospechoso con los de otro testigo igualmente sospechoso.
III
El Ministerio Público (MP) hizo públicas sus observaciones a la reforma, concentrándolas en tres puntos específicos:
(a) el plazo del proceso, que pide fijar en 36 meses prorrogable, sin señalar
la extensión de la prórroga;
(b) el registro audiovisual de la interacción fiscal-aspirante, que sugiere
eliminar; y
(c) la incorporación de la denominación aspirante para el solicitante de la
colaboración eficaz, que propone dejar como está actualmente.
El Ejecutivo acogió en parte la posición del MP y observó la autógrafa únicamente en dos extremos: (a) el plazo y (b) la necesidad de perfeccionar la responsabilización de los fiscales por la ruptura del secreto de la colaboración eficaz. En cuanto a lo primero, invoca el derecho al plazo razonable y propone que se fije en los 36 meses sugeridos por el MP, pero sin prórroga. Sobre lo segundo, pide recoger la iniciativa original de modificar el nomen iuris y la tipificación del delito previsto en el artículo 409-B del Código Penal. En esto último tiene plena razón, por lo que huelgan comentarios.
El debate pierde, así, las agudas notas de la histeria y se torna serio y centrado. Para comenzar, ni el MP ni el Ejecutivo ponen en tela de juicio la potestad legislativa del Congreso, así como tampoco sugieren que el proyecto aprobado tienda a desaparecer la colaboración eficaz como institución. Ambos se alejan de la estridencia mediática y se aproximan a la seriedad de la argumentación jurídica. El Ejecutivo ha expuesto las razones de su observación a la autógrafa y sobre ellas corresponde hacer algunas reflexiones. En cuanto a lo demás que se ha dicho, no queda más que esperar que el paso del tiempo lo barra como hace el viento con la hojarasca en el otoño.
IV
El Ministerio Público y el Ejecutivo han comprendido que ningún Estado constitucional puede tolerar un modelo estalinista de colaboración eficaz, que permita a los Andrei Vichinsky de turno estrujar los huesos de personas privadas de la libertad o en peligro de verse privadas de ella y, a cambio de liberarlas o dejarlas libres, someterlas a confesiones ominosas -mil y una vez modificadas en el marco de un proceso sin fin- que derivan en sindicaciones a otras personas. Todo ello sin la asistencia de un abogado.
Como expresa la épica sentencia del caso Gideon v. Wainwright, de SCOTUS, [L]a necesidad de un abogado de un acusado no se expresa mejor que en las conmovedoras palabras del Sr. Juez Sutherland en Powell v. Alabama:
El derecho a ser oído sería, en muchos casos, de poco provecho si no comprendiera el derecho a ser oído por un abogado. Incluso el lego inteligente y educado tiene poca y a veces ninguna habilidad en la ciencia del derecho. Si se le acusa de un delito, generalmente es incapaz de determinar por sí mismo si la acusación es buena o mala. No está familiarizado con las reglas de evidencia. Si se le deja sin la ayuda de un abogado, puede ser llevado a juicio sin un cargo adecuado y condenado sobre evidencia incompetente, o evidencia irrelevante para el asunto o inadmisible de otro modo. Carece tanto de la habilidad como del conocimiento adecuados para preparar su defensa, aunque tenga una perfecta. Necesita la mano de un abogado que lo guíe en cada paso del proceso en su contra. Sin ella, aunque no sea culpable, corre el peligro de ser condenado porque no sabe cómo establecer su inocencia.
El legislador delegado, mediante el Decreto Legislativo N° 1301, introdujo una serie de modificaciones al proceso por colaboración eficaz y, aunque en la exposición de motivos dio cuenta de muchas de ellas, no explicó las razones que justificaban la reunión del fiscal con el aspirante sin la presencia de su abogado. Los críticos de la reforma tampoco dan razones que derroten el argumento del juez Sutherland acerca de que el derecho a ser oído resulta de poco provecho si no comprende el derecho a ser oído por un abogado o la asentada doctrina de que el abogado defensor es una necesidad y no un lujo. Su silencio es elocuente.
V
En cuanto al plazo del proceso de colaboración eficaz, vale la pena revisar su evolución normativa. Ninguna de las normas con rango de ley que lo ha configurado fijó un plazo. No obstante, en el caso del Decreto Ley N° 25499, su reglamento -aprobado por el Decreto Supremo N° 015-93-JUS- estableció uno fulminante: 5 días, prorrogable por otros 5 días más, para efectuar la verificación de la información proporcionada por el solicitante. Para la Ley N° 27378 – Ley que establece beneficios por colaboración eficaz en el ámbito de la colaboración eficaz, su reglamento -aprobado por el Decreto Supremo N° 035-2001-JUS- fijó el plazo de la fase de corroboración en 90 días, prorrogables por otros 60 días más. El Nuevo Código Procesal Penal, siguiendo la tendencia de las leyes precedentes, no estableció un plazo para la fase de corroboración. Era de esperar que -como en los casos anteriores- lo fijase el reglamento. No fue así.
La evidencia empírica revela la existencia de procesos de colaboración eficaz que se extienden por más de cincuenta meses. El Ejecutivo, que ha hecho una puntillosa recolección de la doctrina de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) sobre el plazo razonable, no pudo evitar señalar que:
La razón por la que no se sugiere un plazo mayor similar, por ejemplo, a la de un proceso penal complejo o de criminalidad organizada, es porque en este proceso no existe esa lógica dialéctica y de contradicción, que normalmente puede perjudicar el trámite célere de un proceso, sino se trata de un procedimiento negocial en el que se pasa directamente a la obtención de pruebas corroborativas cuya ubicación y obtención debería ser facilitada por el colaborador.
Pese a ello, critica el plazo fijado en la autógrafa alegando que el plazo propuesto podría afectar la eficacia del proceso; no debe olvidarse que en la actualidad existe alta carga procesal que registran las fiscalías y juzgados especializados en los delitos precisados líneas arriba, donde los recursos humanos y materiales son limitados, frente a la ingente cantidad de casos de especial complejidad que tramitan.
Tres son las debilidades de su argumentación.
Uno, al hacer el inventario de la doctrina jurisprudencial interamericana, olvida los casos Genie Lacayo v. Nicaragua y Suárez Rosero v. Ecuador, en los cuales la Corte IDH advirtió que los procedimientos duraron más de 50 meses, lo que, en su opinión, excedía en mucho el principio de plazo razonable consagrado en la Convención Americana, No ha medido el impacto de dichas declaraciones jurisprudenciales en los procesos de colaboración eficaz en curso que contarían el plazo desde la entrada en vigor de la ley.
Dos, soslaya que, sin resistencia de la otra parte, es inconsistente alegar la complejidad del caso y, más bien, exigible la máxima celeridad procesal. La comparación correcta no es con los procesos judiciales que tienen contradicción, sino con los plazos precedentemente fijados al proceso de colaboración eficaz. El silogismo comparativo exige un término de comparación adecuado.
Tres, el Estado no puede poner sus limitaciones sobre los hombros del justiciable, los plazos procesales no pueden guardar relación directa con la incapacidad estatal para resolver sus deficiencias y morosidades. Eso pone al ciudadano al servicio del Estado y no al Estado al servicio del ciudadano, que es lo correcto.
Epílogo
El debate sobre la reforma del proceso de colaboración eficaz ha puesto a la vista cuánto falta para que se entienda la radicalidad del giro copernicano que nuestro sistema constitucional experimentó desde la Carta de 1979.
Hasta la Constitución de 1933, el Estado ocupaba la posición central en el sistema. A tal punto lo hacía que el primer artículo de nuestras constituciones, desde 1823 hasta 1933, comenzaban definiendo a la Nación o al Estado. Un enfoque análogo al de quienes ponían a la Tierra en el centro del Universo y a los demás astros orbitando alrededor de ella.
El generoso asambleísta constituyente de 1978 rompió con esa tradición y puso al ser humano en el centro del sistema constitucional, consagrándolo como el fin supremo de la sociedad y del Estado, en fórmula que con algunas variaciones se proyectó hasta la Constitución vigente. Fue como Copérnico poniendo al Sol en el centro del sistema planetario y a la Tierra girando alrededor de él.
Así, el análisis de la reforma en cuestión puede hacerse desde la óptica de las potestades públicas, sus finalidades y eficacia o desde el imputado, quien es, en último término, el que no puede ser despojado de su vida, su libertad o su propiedad sin un debido proceso legal, como enunciaron los padres fundadores de los Estados Unidos de América, en feliz fórmula protectora que se ha diseminado por el mundo constitucional.
El estalinismo procesal es la antítesis del debido proceso y debe ser combatido y derrotado sin cuartel, si de verdad deseamos que, en el Perú, no solo se haga justicia, sino que también se aparente que se la está haciendo.
Lampadia