Presentación en la conferencia Procesos constituyentes en América Latina, organizada por la Asociación Libertad Perú. Cámara de Comercio e Industrias de Arequipa, 11 de agosto de 2022.
José Luis Sardón
Abogado experto en Derecho Público y árbitro
Exvicepresidente del Tribunal Constitucional del Perú
Buenas tardes. Me es grato estar aquí —en la Cámara de Comercio e Industrias de Arequipa, donde trabajé como Coordinador del boletín Cámara QP hace casi cuarenta años— para participar en esta conferencia sobre los Procesos Constituyentes en América Latina. Agradezco a los organizadores de la conferencia, la Asociación Libertad Perú, por su cordial invitación. Realmente, me siento en casa.
Dentro del tema general de la conferencia, desarrollaré el tema específico de las Constituciones aparentes.
En la jurisprudencia constitucional, se utiliza el concepto de argumentación aparente. El derecho al debido proceso dice el Código Procesal Constitucional, incluye el de obtener una resolución fundada en Derecho (con D mayúscula). A veces hay resoluciones judiciales que aparentan tener tal fundamentación, pero no la tienen realmente. En esos casos, los amparos contra esas resoluciones son estimados.
En la base de este concepto está la distinción entre lo real y lo aparente. Lo real es aquello cuya existencia es “innegable, como las piedras y los árboles”, diría Borges. Lo aparente, en cambio, es lo falso o engañoso. El Diccionario de la lengua española dice que es lo “que parece y no es”.
Ahora bien, así como existen resoluciones judiciales que adolecen de una argumentación aparente, existen también Constituciones que no lo son.
El juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos Antonin Scalia —con quien vine a Arequipa poco antes que muriera— contrastaba la Constitución de los Estados Unidos de 1787 con la de la Unión Soviética de 1977. Si se observan sus listados de derechos, decía, la segunda parece superior; empero, eso no es lo esencial de una Constitución. Lo esencial es la estructura política que establece.
La Constitución de la Unión Soviética de 1977 no evitó que ese país desapareciera en 1991. En cambio, la de los Estados Unidos de 1787 permite que éste persista y se siga desarrollando. Ello es así no por los derechos que reconoce sino por la estructura política que establece. Lo que la distingue es su esquema de separación de poderes, diseñada para que “el poder detenga al poder”, como quería Montesquieu.
La idea de la Constitución como límites al poder no está escrita en el topus uranus. Se desprende de su historia. El constitucionalismo moderno irrumpe buscando poner límites a los caprichos de los reyes de la Edad Media. La Carta Magna de 1215 es su punto de partida, pero no porque estableciera una democracia sino porque sustituyó la monarquía absoluta por una limitada, al prohibir que el Rey Juan I de Inglaterra pudiera efectuar ciertas acciones.
Mucho después, al proclamar su independencia, los Estados Unidos quisieron sustituir la monarquía por una república. Entonces, en El Federalista, Publius explicó que, para fijar límites a un Rey, una declaración de derechos hubiese sido suficiente, pero, para poner límites a una mayoría, ello no bastaba. Había que crear una estructura política con reglas de conformación y organización del gobierno pertinentes.
Solo los representantes de la Cámara Baja debían ser elegidos directamente por el pueblo. Además, debían serlo uninominalmente, para que “la gran variedad de intereses” asegurara que “una coalición de una mayoría de la sociedad se produjera muy rara vez sobre principios que no fueran los de la justicia y del bien general”. La multiplicidad y diversidad de intereses evitaría el surgimiento de facciones mayoritarias.
Por otro lado, debían separarse las funciones de gobierno —y establecerse pesos y contrapesos— entre tres poderes del Estado.
El Poder Legislativo, incluso, debía estar separado en dos cámaras. El Ejecutivo debía poder vetar las decisiones del Legislativo; y el Judicial, que revisaría la constitucionalidad de las leyes, debía estar a cargo de jueces vitalicios.
How Democratic is the American Constitution?, se pregunta Robert A. Dahl, uno de los politólogos americanos más reconocidos del siglo XX. Y se responde: no mucho. Es cierto. Sin embargo, allí está su valor, pues, al combinar instituciones democráticas y no democráticas, hizo realidad la “república comercial extendida” con la que soñaron los Padres Fundadores.
El Bill of Rights fue añadido a la Constitución como un complemento recién en 1791. Es un listado de cuestiones que el gobierno no puede hacer. La Primera Enmienda, por ejemplo, dice:
El Congreso no hará ley alguna por la que (…) coarte la libertad de palabra o de imprenta, o el derecho del pueblo para reunirse pacíficamente (…).
En esta perspectiva, “un derecho no es lo que alguien te debe dar; un derecho es lo que nadie te debe quitar”. El gobierno o el Estado no crea los derechos; los derechos están en nuestra naturaleza; provienen de ella o, si se quiere, de Dios.
En el tiempo transcurrido desde que se promulgó esta Constitución, muchas cosas han cambiado. El contenido del concepto de derecho se ha invertido; además, frecuentemente, se ha soslayado la distribución de funciones y la conformación de los poderes del Estado, como si los instrumentos para proteger los derechos no requiriesen del mayor cuidado.
Este fenómeno empezó en Latinoamérica, con la Constitución mexicana de 1917. Ella declaró como derechos ya no solo atributos con los que venimos al mundo —como la vida y la libertad, es decir, la capacidad de decidir siempre nuestro curso de acción, así estemos condicionados por las circunstancias— sino también prestaciones que necesitamos para desarrollarnos en él.
Sin embargo, esto implicaba invertir su sentido: los derechos ya no son lo que “nadie te debe quitar” sino “lo que alguien te debe dar”. Ese alguien es el Estado. Empero, como el Estado es una entelequia, el alguien concreto son nuestros conciudadanos. Por mandato constitucional, estos deben hacerse cargo de nosotros. El constitucionalismo social desplazó el locus de control de la persona de dentro a fuera de ella.
La consecuencia de este nuevo enfoque, como era previsible, ha sido la expansión de los derechos. El 2016, en el XI Congreso Iberoamericano de Justicia Constitucional, hice el siguiente recuento:
1. El artículo 10 de la Constitución peruana de 1979 estableció que “Es derecho de la familia contar con una vivienda decorosa”.
2. El inciso I del artículo 20 de la Constitución boliviana de 2007 establece que “Toda persona tiene derecho al (…) gas domiciliario (…).”
3. El artículo 52 de la Constitución colombiana de 1991 “(…) reconoce el derecho de todas las personas a la recreación (…)”.
4. El artículo 13 de la Constitución ecuatoriana de 2008 dice que “Las personas y colectividades tienen derecho al acceso seguro y permanente a alimentos sanos, suficientes y nutritivos”. Y,
5. El artículo 86 de la Constitución venezolana de 1999 dice que “Toda persona tiene derecho a la seguridad social como servicio público de carácter no lucrativo, que garantice la salud y asegure protección en contingencias de maternidad, paternidad, enfermedad, invalidez, enfermedades catastróficas, discapacidad, necesidades especiales, riesgos laborales, pérdida de empleo, desempleo, vejez, viudedad, orfandad, vivienda, cargas derivadas de la vida familiar y cualquier otra circunstancia de previsión social.”
En los últimos años, la inversión del concepto de Constitución ha continuado e incluso se ha agravado. El 2019, al cumplirse 60 años de gobierno comunista, Cuba promulgó una nueva Constitución. Esta se prodiga en un amplio programa de gobierno, lleno de definiciones y clasificaciones que pretenden traer el Cielo a la Tierra. Sin embargo, concretamente, declara, en su artículo 5, lo siguiente:
El Partido Comunista de Cuba, único, martiano, fidelista, marxista y leninista, vanguardia organizada de la nación cubana, sustentado en su carácter democrático y la permanente vinculación con el pueblo, es la fuerza política dirigente superior de la sociedad y del Estado.
Así, pervierte ya no solo el concepto de derecho sino también el de partido. Los partidos políticos, como explica Giovanni Sartori, representan la idea de pluralismo, puesto que buscan articular y agregar las ideas e intereses de una parte de la sociedad. Puede haber democracias deficitarias, con un partido dominante o incluso hegemónico, pero no con un partido único. Este sería un oxímoron.
La nueva Constitución cubana, ciertamente, podría ser un manotazo de ahogado. El 11 de julio de 2021, miles de cubanos, salieron a las calles, en distintos lugares de la isla, a manifestar su insatisfacción con el régimen. Como señaló Julio César Guanche, ya no se podía negar la existencia de “clases sociales en Cuba”, la trabajadora y la parasitaria, enquistada en el gobierno.
Sin embargo, ello no es tan claro, ya que en Latinoamérica hay simultáneamente distintas tendencias. Poco antes del estallido cubano, el 18 de octubre de 2019, estalló también una fuerte protesta social en Chile, motivada por un aumento de las tarifas del metro. Habiendo este país despuntado como líder del crecimiento económico en los 30 años previos, resultaba difícil comprender su carácter iracundo.
Este debe tener varias explicaciones, pero la principal podría ser la sustitución, el 2018, del sistema electoral binominal por uno proporcional. Claramente, esto abrió las puertas del Congreso a tendencias extremistas. Instaladas en la arena política más relevante, impulsaron desde allí dicha protesta. Arrinconado por la violencia, en todo caso, Chile pareció no tener otra salida que la convocatoria a una Convención Constitucional.
El proyecto de Constitución chilena preparado por esta Convención exuda marxismo — o, al menos, progresismo— por todos sus poros. A manera de ejemplo, cabe mencionar las siguientes normas:
El Artículo 1.2 “Reconoce como [valor intrínseco e irrenunciable] la igualdad sustantiva de los seres humanos y su relación indisoluble con la naturaleza”.
- El Artículo 6.2 señala que “Todos los órganos colegiados del Estado, los autónomos constitucionales, los superiores y directivos de la Administración, así como los directorios de las empresas públicas y semipúblicas, deberán tener una composición paritaria que asegure que, al menos, el cincuenta por ciento de sus integrantes sean mujeres.
- El artículo 29 dice que “El estado reconoce la neurodiversidad y garantiza a las personas neurodivergentes su derecho a una vida autónoma (…)”.
- El Artículo 40 dice que “Toda persona tiene derecho a recibir una educación sexual integral, que promueva el disfrute pleno y libre de la sexualidad”. Y,
- El artículo 60 establece que “Toda persona tiene derecho al deporte”.
El disparate es de tal magnitud que incluso una publicación insospechable de conservadorismo como The Economist ha aconsejado a los chilenos rechazar la nueva Constitución, considerando que es solo una lista de deseos izquierdistas fiscalmente irresponsable. Pero no es solo ello. Yo agregaría que las incoherencias del proyecto —a nivel de sus objetivos— son evidentes.
El proyecto no restablece el sistema electoral binominal, que le permitió a Chile avanzar en la configuración de un sistema de partidos, con una alternancia ordenada de partidos en el poder. Al contrario, profundiza las reglas que llevaron a la fragmentación legislativa: el Congreso de Diputados se elegirá proporcionalmente, pero con paridad de género y escaños reservados para naciones indígenas.
La mayor fragmentación legislativa, además, se dará ahora en un “unicameralismo disfrazado de bicameralismo asimétrico”, como bien ha señalado el Instituto Libertad & Desarrollo. El Senado, en efecto, será sustituido por una Cámara de las Regiones que no tendrá funciones de cámara revisora. Propiamente, esta queda fuera de la estructura del Congreso.
Reticentemente, el proyecto mantiene al Tribunal Constitucional —rebautizándolo como Corte Constitucional, a la colombiana, y formalmente le da menos facultades. Empero, dada la amplitud y generalidad de los principios y derechos que reconoce, le da también un enorme poder, ya que, cuanto más numerosas y abstractas son las normas, mayor arbitrariedad pueden tener quienes están a cargo de interpretarlas y aplicarlas.
Si el proyecto de Constitución chilena llega a ser aprobado en referéndum el 4 de setiembre próximo, la incertidumbre institucional espantará a la inversión privada, motor del desarrollo. Como Cuba y Venezuela, Chile se hundirá en el atraso y la pobreza de los que tan notablemente empezaba a salir.
El proyecto de Constitución chilena contiene un hipermoralismo. Como anota Andrew Hartz en una reciente columna en The Wall Street Journal,
es seductor porque parece bueno y virtuoso. Pero en la práctica amortigua la espontaneidad, la alegría y la tranquilidad, y a menudo tiene matices de odio.
Como amigos y vecinos, los peruanos debemos recordárselo a los chilenos, y señalarles los casos de Cuba y Venezuela. Allí, Constituciones aparentes e hipermoralistas similares han servido de coartada para prolongar la permanencia en el poder de los comunistas. Sin embargo, si no los persuadimos, si cae Chile —digo, es un decir—, tomemos nota de qué pasos dieron en su camino al precipicio, y no los repitamos.
Muchas gracias.
Lampadia