Fausto Salinas Lovón
Desde Cusco
Para Lampadia
Hace muchos años que sabemos la magnitud del déficit de infraestructura que tiene nuestro país. Conocemos la cantidad de carreteras, puentes, puertos, aeropuertos, ferrocarriles, hospitales, escuelas, conexiones de agua, desagüe, luz, telefonía, internet y alcantarillas que nos hacen falta. Esta es la “Brecha de Infraestructura”.
En junio de 2019, la agencia Bloomberg destacó que el ministro de Economía Oliva anunciara un plan de inversión en infraestructura (PNIC) de 5 años por 27,000 millones de dólares para “mejorar una de las peores infraestructuras de América Latina”, luego de que este tipo de inversiones se “descarrilaran” por el escándalo Odebrecht en el 2017.
A esa fecha, según cifras del MEF el déficit era de S/. 480,000 millones (USD 145,000 millones) para el corto y largo plazo. Según AFIN, la Asociación de Fomento a la Inversión Privada, el déficit de infraestructura era mayor y llegaba a US$ 160,000 millones, de manera que el plan anunciado, por cierto no concretado un año después, implicaba una posibilidad de avance de apenas el 17% de lo necesario.
Dentro de este gigantesco y creciente déficit de infraestructura (que en el año 2008 era solamente de US$ 37,760.00 según el estudio del Instituto Peruano de Economía – IPE), el déficit en telecomunicaciones es decir la falta de conexiones de telefonía fija, celular e internet hace 12 años era de 5,446 millones de dólares, que representaban el 14.42% del déficit total. En el 2019, el déficit en telefonía móvil y banda ancha en el corto y largo plazo llegaba a 32,528 millones de soles, es decir cerca de US$ 10,000 millones de dólares, casi el doble de lo requerido en el año 2008, aunque bastante menos en términos porcentuales (sólo 6.7% del déficit total). Hubo cierto progreso.
Estas cifras dejan dos evidencias concretas e inobjetables en medio de esta crisis:
1.- El déficit total de infraestructura crece cada año y se va tornando inalcanzable para nuestro país.
2.- El déficit de telecomunicaciones también creció, sin embargo, redujo su participación porcentual en el déficit total, señal de que se tuvo inversión y hubo cierto avance. No es casual que esto se de en el único sector de infraestructura donde existe competencia entre los agentes involucrados, a diferencia del agua, el desagüe, la luz, los puertos o los aeropuertos donde existen monopolios estatales, algunos monopolios privados y en el mejor de los casos, oligopolios.
En condiciones normales ya es grave que no logremos avanzar en la reducción de estas brechas. Sin embargo, en medio de una Pandemia como la que estamos viviendo, el déficit de conexiones telefónicas, líneas celulares, accesos a internet y banda ancha deja de ser un tema de interés de economistas, analistas, políticos y líderes empresariales y se convierte en un tema crucial, urgente, cotidiano en la vida de los ciudadanos del país, especialmente de los ciudadanos que viven en las periferias del país, en el interior, en las zonas urbano marginales y en el Perú rural, donde el nivel de la brecha es mayor y la inconexión, la constante.
Antes de esta crisis, probablemente escuchar hablar de este tema era intrascendente para el menor que va a la secundaria, la maestra que enseña en la escuela, el joven de estudiar en la universidad o el profesional que atiende a sus clientes. Sin embargo, después de 5 meses de crisis sanitaria, donde más de tres meses los hemos pasado en cuarentena obligada, el tema dejó de ser un “tema de especialistas” y se convirtió en el problema de los padres de familia que ven a sus hijos perder sus clases por falta de conexión, de los ciudadanos que no pueden tramitar on line el cambio de un plan tarifario de telefonía o de los ciudadanos que no pueden acceder al sitio web de una municipalidad o un ministerio y se ven obligados a salir a la calle, tomando el riesgo de contagiarse. Ni que decir de los empresarios para quienes el acceso a las mesas de partes virtuales es un verdadero vía crucis, los contadores que tienen dificultades para declarar o pagar tributos o los abogados que no pueden presentar escritos en plataformas digitales ya de por sí limitadas, qué con la poca conectividad, se vuelven utópicas.
¿Que hacer frente a esta realidad?
Hay dos caminos.
- El camino de siempre. Esperar que el Estado cierre las brechas. Que lo haga mediante obra pública, licitación (con coima incluida), concesión o en ciertos casos mediante Asociaciones Público Privadas. Según las cifras de inversión pública del 2019 necesitaríamos cerca de 40 años para cubrir la brecha actual. Según AFIN harían falta hasta 60 años. Sin embargo, como la brecha crece cada año por los cambios tecnológicos ni siquiera en 60 años la cerraríamos si no vamos a un ritmo mayor que su crecimiento.
- El otro camino, el que siguen los países que nos llevan la delantera. No esperar que lo haga el Estado. Dejar que los privados lo hagan en un escenario de competencia, estabilidad de reglas y respeto a su inversión.
Si seguimos por el primer camino, tal vez los nietos de nuestros hijos puedan ver que hay banda ancha en las provincias y distritos alejados, sin embargo, cuando ello suceda, en el mundo de las telecomunicaciones el internet ya no se proveerá con torres o fibra, sino desde la estratosfera y estaremos en la tecnología 6 G.
Si vamos por el segundo camino, nada garantiza que superemos la brecha, el capital en el mundo post cuarentena será escaso y disputado, nuestras condiciones para atraerla son deficientes y las seguridades que ofrecemos a la inversión son inversamente proporcionales al grado de populismo de nuestros políticos. Pese a ello, como es un dato cierto que en el sector de telecomunicaciones las inversiones si se han producido en la última década debido a la competencia entre los operadores y su proceso de decisión es más rápido que la inversión pública, es lógico que este camino permitiría avanzar en el cierre de esta brecha, de mejor modo que siguiendo el camino tradicional.
¿Es esta una dicotomía? ¿Tenemos que optar por un solo camino? ¿No cabe una solución donde ambos caminos sean factibles para disminuir esa brecha y que los niños en Chachuar (Urubamba) puedan acceder a sus clases escolares de la misma forma que sus contemporáneos de Magdalena (Lima) o que el profesor en Contamana (Loreto) pueda dictar sus clases de igual forma que el profesor en Cayma ( Arequipa)?
No lo es.
Solo se trata de tener claro que el sector privado puede entrar más rápido y eficientemente, y que el Estado, puede concentrar sus energías para aquellos sectores en los cuales el tamaño del mercado no haga rentable y sostenible el esfuerzo privado. Eso se llama subsidiariedad y solo se trata de ponerla en marcha, para que la conectividad mejore para todos, no solo en las grandes ciudades y se cierre la brecha.
Esa es la salida. No caben los fundamentalismos. Ni aquellos que por su aversión ideológica al lucro de los privados renieguen de la participación privada y aboguen por la gestión pública de esto, ni aquellos que crean que el Estado no debe ingresar ni siquiera en los lugares donde la inversión y la cobertura privada no pueden llegar. El primer fundamentalismo hará que esperemos un siglo para tener mejores conexiones. El segundo dejaría a muchos ámbitos sin conexión.
Muchas vidas se hubieran podido salvar si nuestros conciudadanos hubieran podido resolver sus compras, trámites, pagos o reclamos en forma remota, por teléfono o por internet, sin tener que salir de sus casas donde se contagiaron y murieron. La brecha de infraestructura nos está pasando una tremenda factura. Es hora de entender la importancia que tiene, especialmente para los más pobres, tener infraestructura de calidad. Oponerse a la inversión privada en telecomunicaciones y en general en todo tipo de infraestructura es por lo tanto una actitud criminal. Como vemos, ha empujado a la muerte a muchos. Lampadia