Jaime de Althaus
Para Lampadia
Decíamos en nuestra anterior entrega (ver en Lampadia: ¿Dónde están los autores mediatos de los crímenes de Bagua? (I)) que el Baguazo con su fatídico desenlace fue la consecuencia de un mito que se construyó en torno a los efectos supuestamente expoliatorios de los diez decretos legislativos que se dieron para adaptar la legislación nacional al tratado de libre comercio con Estados Unidos. Es lo que hemos llamado el mito expoliatorio. El baguazo fue el punto culminante de una larga movilización de comunidades nativas que fueron convencidas por ONGs, Obispos, antropólogos, periodistas, políticos y por sus propios dirigentes, de que el gobierno, digitado por las transnacionales de las industrias extractivas, había promulgado diez decretos legislativos para despojarlos de sus tierras y bosques. Y, por supuesto, ante tal amenaza, era lógico que las comunidades se pintaran la cara de rojo y se lanzaran a la guerra para defender sus posesiones.
Fuente: Blog-puntodevistaypropuesta.wordpress.com
El único decreto legislativo que contenía una disposición que podía eventualmente ser aprovechada para adquirir tierras comunales, era el 1015, que permitía a las comunidades campesinas y nativas de la Sierra y Selva vender sus tierras sólo con la aprobación de la mitad más uno de los miembros de la comunidad presentes en la asamblea, lo que, en la práctica, significaba que la comunidad podía enajenar sus tierras por decisión de una fracción pequeña de sus miembros, que podían haber sido comprados por alguna empresa capitalista. Pero, como recordamos en el artículo anterior, este decreto legislativo ¡ya había sido ya derogado por el Congreso diez meses antes de Baguazo, en agosto del 2008!, y, por lo demás, tampoco era aplicable a los bosques de las comunidades porque éstos no son propiedad de las comunidades nativas sino de la nación, según la Carta Magna, de modo que las comunidades no podían venderlos así hubieran querido.
Veíamos también que otro decreto legislativo cuestionado, esta vez sin razón, fue el 1090, Ley Forestal y de Fauna, que establecía que “el cambio de uso debe ser autorizado por la Autoridad Nacional Forestal y de Fauna Silvestre basado en un expediente técnico que principalmente garantice la sostenibilidad del ecosistema” (art. 25), de modo que la interpretación era: quienes quieran apoderarse de tierras comunales pues buscarán el cambio de uso para declararlas agrícolas y de esa manera solicitar su adjudicación para proyectos de irrigación. Esa era la supuesta estrategia del despojo.
La suspicacia podía tener sentido en un país en el que, con alguna frecuencia, las normas se han dado para favorecer intereses particulares. Pero aquí estamos en el supuesto negado de que existen tierras comunales no tituladas en la selva en las que se pueda realizar proyectos de irrigación. ¿Proyectos de irrigación en la selva? Aun admitiendo lo imposible, dicha atingencia se podía resolver también muy fácilmente, con una frase o un artículo. De hecho, el Congreso, atendiendo a este y otros asuntos, dictó, el 13 de enero del 2009, cinco meses antes del baguazo, la ley 29317, que introducía modificaciones a la ley Forestal estableciendo garantías mucho más fuertes para el cambio de uso, que complicaban extremadamente la posibilidad de una arbitrariedad. Pero tampoco fue suficiente. La demanda maximalista de derogar todos los decretos legislativos se mantuvo.
El rol de la Defensoría del Pueblo
Lo increíble, y es lo que vamos a analizar ahora, es que la propia Defensoría del Pueblo se sumó a la construcción del mito cuestionando la constitucionalidad del mencionado decreto legislativo 1090 (y de otros), con argumentos discutibles y poco equilibrados, ideológicamente sesgados, que legitimaron y dieron alas a las movilizaciones indígenas.
En efecto, la Defensoría argumenta, en su informe 027-2008, que, según la Constitución, el Estado tiene el deber de promover el uso sostenible de los recursos naturales, y de fijar las condiciones de su utilización y su otorgamiento a los particulares. Pero el 1090 –dice el informe- excluye de la condición de recursos forestales –es decir, naturales- a las plantaciones forestales y a las tierras cuya capacidad de uso mayor sea forestal, con lo que estas categorías quedan fuera de la preocupación especial del Estado en lo relativo a asegurar su uso sostenible, de modo que las tierras correspondientes podrían verse afectadas por usos no sostenibles y peligrosos. Con lo que el decreto, pues, violaba el derecho fundamental a un ambiente sano. Además, el informe encuentra, en normas y proyectos anteriores, una tendencia a entregar en propiedad privada las plantaciones forestales, insinuando que el propósito de este decreto legislativo sería el de entregar en propiedad las tierras de uso forestal y de plantaciones, aunque, de otra parte, reconoce que “la entrega en propiedad de las tierras con capacidad mayor de uso forestal no resulta expresa en el decreto legislativo 1090”. Es decir, la Defensoría cree ver una intención en la ley que la propia ley no refrenda, y lo reconoce. Inaudito.
El informe de la Defensoría lleva a concluir, entonces, que todas las tierras con capacidad de uso mayor forestal y las plantaciones van a dejar de ser protegidas por el Estado, y como consecuencia pueden ser depredadas y eventualmente entregadas en propiedad privada, aunque esto último no se establezca en la ley. Lo increíble es que en ninguna parte el informe cita literalmente el artículo 2.1 del Decreto Legislativo 1090, que dice así: “Son recursos forestales los bosques naturales y las tierras cuya capacidad de uso mayor sea de protección forestal y los demás componentes silvestres de la flora terrestre y acuática emergente, cualquiera sea su ubicación en el territorio nacional”. De la lectura de ese artículo queda meridianamente claro que los bosques –es decir, la gran mayor parte de la extensión amazónica- siguen siendo recursos naturales, de modo que, en la práctica, las únicas tierras que dejan de ser consideradas recursos forestales o naturales son las áreas depredadas, deforestadas, aptas en principio para plantaciones forestales. Es decir, las áreas en las que el derecho a un ambiente sano ya fue afectado, y lo fue precisamente por ausencia de un derecho de propiedad claro que las defendiera. Entonces, la solución en esas zonas, para recuperar un ecosistema sostenible, para cautelar el bien constitucional del derecho a un ambiente sano, es precisamente la plantación forestal, que se desarrollaría con mucha mayor rapidez y calidad si se pudiera entregar esas tierras destruidas en propiedad (lo que el decreto, como hemos visto, ni siquiera autoriza). Es decir, todo lo contrario de la argumentación de la Defensoría.
No es de extrañar, entonces, que las comunidades nativas pensaran que ese decreto pretendía excluir a los bosques –incluidos los que están en sus territorios- de su condición de recursos naturales y entregarlos, sin ninguna protección ni condicionamiento, a la voracidad capitalista. Es lo que en última instancia se desprendía de la interpretación sibilina que hizo la Defensoría.
Informe en Minoría de la Comisión de Investigación de los sucesos de Bagua
De hecho, esa, y aún más dramática, fue la lectura que hizo el Informe en Minoría de la Comisión de Investigación de los sucesos de Bagua, que reza así:
“El informe (de la Defensoría) concluye que la norma presentaba un conjunto de deficiencias que hubieran favorecido la deforestación de los bosques primarios del país” (Gómez y Manacés: 22).
De hecho, el decreto legislativo 1090 se convirtió en el símbolo de las intenciones predatorias del gobierno y en el blanco principal de la lucha de los indígenas. ¿Cómo no movilizarse hasta la muerte si la propia Defensoría del Pueblo dice que el decreto legislativo 1090 favorece el despojo y la deforestación de los bosques? ¿Para qué sentarse a dialogar para modificar los decretos, si son inconstitucionales y deben simplemente ser derogados?
En realidad, no sólo los decretos legislativos rechazados, sino las leyes, las normas sobre información y participación de las comunidades y la institucionalidad que en materia de inversión petrolera se había venido dando en los últimos años, buscaban fomentar la inversión, sí, pero también proteger más los bosques, su explotación sostenible y los propios derechos indígenas que las normas anteriores, aunque sí es cierto que no promovían especialmente, por ejemplo, el acceso de los pueblos indígenas al reconocimiento de sus tierras tradicionales aún no tituladas, y que “la titulación de tierras indígenas no aparece como un mecanismo contemplado por el paquete y sí todas las otras formas de titulación” (Gómez y Manacés, p. 21).
Pero una cosa es que los decretos legislativos no pusieran énfasis en la titulación de las comunidades, y otra es que buscaran despojarlas. Si los decretos contenían artículos que podían ser interpretados de modo malicioso para afectar los derechos de las comunidades, se trataba de disposiciones fácilmente modificables o precisables, como hemos visto. Pero esto nunca se pudo realizar. No se quería realizar. El presidente del Congreso, Javier Velásquez Quesquén, como veremos, lo intentó, se reunió con Alberto Pizango, el líder indígena, se instaló una comisión técnica para el efecto, pero fracasó porque AIDESEP insistió en la derogatoria total, llevando a su gente al despeñadero. ¡Y ha sido exculpado! En el Ejecutivo también se conformó una comisión multisectorial con presencia de AIDESEP y en varias ocasiones el propio presidente del Consejo de Ministros –Yehude Simon- solicitó que se precisara qué artículos había que modificar y de qué forma, a fin de proceder a hacerlo y resolver el problema, pero siempre la respuesta fue la derogatoria total o nada.
Con la ayuda incluso de la propia Defensoría del Pueblo, los decretos legislativos se habían convertido ya en un mito, en lo que hemos llamado el “mito expoliador”, que tuvo, a la postre, el terrible efecto letal que todos lamentamos.
Nota: Este artículo toma elementos del capítulo 11 del libro “La Promesa de la Democracia” de Jaime de Althaus
Lampadia