Por Federico Mayor Zaragoza
(El País, 06 de Noviembre del 2014)
Hace 25 años se inició el derribo del muro de Berlín, símbolo de la Guerra Fría, de separación y enfrentamiento durante 28 años. Y con él, a continuación, el inmenso imperio soviético que, de la noche a la mañana, se convertía en la Comunidad de Estados Independientes, cuyos países iniciaban un largo recorrido hacia sistemas de libertades públicas… Y todo ello sin una sola gota de sangre, gracias a Mijaíl Sergeyevich Gorbachov, el “mago de lo inesperado”.
Tuve ocasión de conocer muy de cerca su formidable habilidad para practicar y difundir la perestroika y la glasnost, apareciendo en la televisión con actrices, actores, cantantes, deportistas… muy conocidos dentro y fuera de la URSS. Aparte de esta gran labor de apantallamiento, encargó al gran escritor disidente kirguís Chinguiz Aitmatov que constituyera el Foro de Issyk-Kul, integrado por una docena de personas de notoriedad internacional en el mundo de la literatura, de la ciencia, del arte… tales como Arthur Miller, Alvin Toffler, Alexander King, Claude Simon, James Baldwin, Augusto Forti, Zulfu Livanelly…, que tuve el honor de presidir desde octubre de 1986 a 1992, en que el Foro dio por concluida la tarea que se le había encomendado.
Nos hemos reunido después en múltiples ocasiones, especialmente en la Fundación de la Cruz Verde (Green Cross) y en el Foro Mundial Político (World Political Forum), ambos fundados por Gorbachov con sede en Ginebra. En 2011, al cumplir los 80 años, se organizó en el Albert Hall de Londres una celebración de extraordinaria solemnidad y concurrencia.
En medio del espacioso local, un gran arco en el que se leía: “El hombre que cambió el mundo”. Creo que vale la pena tener presente lo que fue capaz de hacer desde 1985 a 1992. Pero tengamos ahora muy presente lo que sigue proclamando con tesón sobre gobernanza mundial, prioridades, refundación de las Naciones Unidas…
La confrontación de las superpotencias acumuló, en la larga carrera de armamentos, inmensos arsenales de armas de destrucción masiva, ensombreciendo y anulando todos los demás excelentes proyectos que se habían diseñado al término de la segunda gran guerra. El presidente Ronald Reagan había elevado a escala galáctica el desarrollo del previsible enfrentamiento. El Pentágono, con gran predominio del Partido Republicano, proporcionaba al poder los más efectivos artificios bélicos. Aquellos gobernantes no supieron aprender la lección de un sistema que, basado en la igualdad, se había olvidado de la libertad y que decidió, gracias a un nuevo liderazgo, cambiar el curso de los acontecimientos de los últimos años del siglo y del milenio. Cabía esperar que Estados Unidos, basado en la libertad y que había olvidado ostensiblemente la igualdad —y ambos la justicia— rectificara también.
En lugar de contribuir con su propia transformación a un “nuevo comienzo”, redobló sus ambiciones hegemónicas y sustituyó los “principios democráticos” por las leyes del mercado. Y el sistema de las Naciones Unidas por grupúsculos oligárquicos de seis, siete, ocho…, veinte países prósperos.
También se deslocalizó la producción y se siguió favoreciendo a algunas plutocracias en lugar de la democracia que la ONU reclamaba desde la primera frase de su Carta: “Nosotros, los pueblos…, hemos resuelto evitar a las generaciones venideras el horror de la guerra”. “Los pueblos”, no los Estados o los Gobiernos.
En 1989 todo clamaba paz, todo clamaba cambio. Junto a la inusitada transformación de la Unión Soviética, la magistral lección del presidente Nelson Mandela, que, después de 27 años de cautiverio, fue capaz, con su política de conciliación y brazos abiertos, terminar en muy poco tiempo el atroz racismo del apartheid. Culminaba con éxito el proceso de paz en Mozambique. Y en El Salvador, otro punto de referencia, porque hoy es presidente constitucional del país el líder del Frente Insurgente Farabundo Martí, Salvador Sánchez Cerén. Y, en Costa Rica, tenía el honor, como director general de la Unesco y a instancias del secretario general, Javier Pérez de Cuéllar, de reiniciar el proceso de paz en Guatemala, comenzado por el presidente de los Acuerdos de Esquipulas, Vinicio Cerezo…
Todo clamaba conciliación y nuevos rumbos. La re-unión de las “dos Alemanias” hubiera debido ser motivo de reflexión. Pero los neoliberales, en lugar de fomentar encuentros y acuerdos con los protagonistas del 9-N, siguieron imperturbables los designios de su ambición.
Recuerdo, a este respecto, la llamada del ministro alemán de Asuntos Exteriores, Hans-Dietrich Genscher, que deseaba que le acompañara el director general de la Unesco en su primera visita a la Alemania del Este, donde quería visitar Halle, su ciudad natal. Regresamos hablando de la importancia de la Alemania “recompuesta” en la invención de la “nueva Europa”, como había recomendado uno de sus fundadores más lúcidos, Robert Schumann, en 1949.
No ha sido así. La unión ha sido monetaria y no política. La excelente Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea del año 2000 ha sido olvidada… y los mercados han impuesto, a través de Alemania, sus pautas de conducta y han llegado a la desfachatez de nombrar Gobiernos sin urnas en Italia y Grecia (la cuna de la democracia).
El 9 de noviembre, en Berlín, los líderes de entonces (Mijaíl Gorbachov, Genscher…) con los de ahora evocarán aquel momento que hubiera podido ser crucial. Deseo que se rectifiquen ahora con firmeza las actitudes que entonces erosionaron progresivamente la democracia en favor de la plutocracia, dejando en muy pocas manos las riendas del destino de la humanidad.
Pero, muy pronto, será el poder ciudadano el que prevalecerá. Por primera vez en la historia, los seres humanos pueden por fin expresarse libremente, conocen lo que sucede en el mundo en su conjunto y cuentan progresivamente con la participación femenina, piedra angular del “nuevo comienzo”. Será la democracia y no la plutocracia, una democracia genuina a escala internacional, regional, local y personal, la que será su fundamento y razón. Deseo muy sinceramente que los efectos que no tuvo el 9-N en 1989, cuando todo clamaba paz y cambio, los tenga a partir de ahora.
(Aprovecho para desear que “el otro” 9 de noviembre sirva para decidir un mayor autogobierno, propio de un sistema federal bien diseñado, en el que no se levanten muros en lugar de derribarse. La mejor manera de cumplir la Constitución es adecuarla cuando sea oportuno. Un 9-N el muro de Berlín pudo derribarse por lucidez y anticipación. Es así como el Gobierno, en lugar de espectador imperativo, podría favorecer aunar todavía más la fantástica diversidad de España).