Por Enrique Bernales
(El Comercio, 10 de Noviembre del 2014)
En “Hamlet”, Shakespeare recrea a los fantasmas; son las sombras y voces de espectros que hacen conocer las vilezas de los reyes Claudio y Gertrudis. La tesis subyacente es que, aunque pase el tiempo, la maldad o el error no tienen el premio del olvido. El recuerdo de la equivocación, del engaño, de la mentira o del crimen persiguen; las sombras de un pasado tormentoso suelen crear alucinaciones que amenazan con supuestas revelaciones sobre verdades de pecados ocultos.
Freud tampoco cree en los fantasmas, pero admite que los recuerdos van al subconsciente. Allí anidan, sometidos a una censura, que solo permite que afloren los buenos recuerdos. Pero cuando la censura afloja y surgen elementos que estimulan las vivencias que se quieren olvidar, comienzan las perturbaciones que se convierten en cuentas por pagar. La literatura ha popularizado a esos espectros del pasado que inquietan el presente. A ellos también se refieren muchas historias políticas. No debiera extrañarnos, pues los fantasmas suelen tener a muchos políticos entre sus víctimas predilectas. El Perú ilustra bien de esas presencias fantasmagóricas que asustan con denuncias que a veces no son más que simples venganzas por odios, rencores, envidias y fanfarronadas de quienes podríamos llamar “portafantasmas”. Hacen daño porque los ayuda el rumor y la sospecha, pero el fin que los anima no es la verdad, sino saldar cuentas y animosidades de un pasado denso, y lleno de oscuridades.
Ahora bien, ¿cuáles son las historias fantasmales que aquejan a la organización y dirigencia política que nos gobierna actualmente?
Mi hipótesis es que esas presencias inoportunas están ligadas al período en que organizar al Partido Nacionalista significó un intento por volver a armar el rompecabezas de aquella izquierda posterior a la Segunda Guerra Mundial, que tenía como espacio la guerra fría, la descolonización de África y las corrientes socialistas democráticas intentando un diálogo con las posiciones marxistas-leninistas, el cual no arribó nunca a buen puerto. Pero ese espacio estalló al desaparecer la Unión Soviética, amén de otros factores concurrentes, como la aceleración de la revolución científico-tecnológica, la recuperación de la economía liberal, las mayores exigencias por derechos humanos y libertades, más democracia, globalización. En fin, el pragmatismo chino para ganar presencia mundial en el mercado.
La carencia de referentes internacionales forzó a los nacionalistas a mirar con ojos complacientes al chavismo y en el plano interno a tomar como bandera la lucha contra la exclusión y la pobreza subsistente en el país pese al crecimiento de la economía. Surgió así el proyecto de la gran transformación y la opción por una línea política antisistema. El proyecto, aunque frágil en sus referentes externos e internos, adquirió popularidad. Incluir, acortar desigualdades y combatir la pobreza no son ni pueden ser temas desdeñables, pero los planteamientos y programas de la gran transformación fueron más allá. En las elecciones en primera vuelta del 2006 y el 2011, los nacionalistas no alcanzaron el tercio electoral. Para lograrlo, en el 2011 Ollanta Humala cambió la tesis antisistema para suscribir el compromiso de la hoja de ruta. Con ella, ganó la elección y se convirtió en presidente, pero también comenzaron los problemas de las cuentas pendientes con el pasado.
Debo decir que Humala ha sido leal con el país en el cumplimiento de la hoja de ruta, aunque los resultados no sean totalmente satisfactorios. Pero es inocultable que esta corrección sin brillos ha venido acompañada de problemas provenientes más del frente interno partidario y sus entornos, que por un rechazo al gobierno proveniente de las algaradas opositoras en el Congreso.
El problema radica principalmente en la aparición de espectros provenientes de los días de la gran transformación, que nunca terminaron de aceptar un cambio de proyecto político que los dejaba fuera del poder. La ambigüedad en las relaciones con el gobierno del señor Nicolás Maduro puede ser un recuerdo fantasmagórico de los tiempos del chavismo. Pero ¿no son acaso fantasmas de un pasado que se resiste a desaparecer, los compromisos aparentemente acordados con la minería ilegal de Madre de Dios, y los favores concedidos a las dirigencias cocaleras que se excedieron en sus cargos y se relacionaron con el narcotráfico? ¿Son fantasmas de un pasado que se desea no hubiera existido nunca, los Belaunde Lossio, los López Meneses, los Santos, los Chanduví real o fictamente vinculados a las etapas iniciales a la gran transformación?
El tema es que en los tiempos en que la legitimidad partidaria se obtenía con una identificación antisistema muchas cosas que ahora no lo son parecían permisibles. En verdad, no se puede olvidar el pasado, pero sí deslindar tajantemente con él. Tal vez ese sea el paso que falta para que el gobierno, o el Partido Nacionalista, se libre de esos molestos fantasmas. Eso no significa pagar deudas y menos darle patente de convivencia a los espectros del pasado.