Por Mario Vargas Llosa
(La República, 19 de Abril de 2015)
Es poco menos que un milagro que Ayaan Hirsi Ali, una de las heroínas de nuestro tiempo, esté todavía viva. Los fanáticos islamistas han querido acabar con ella y no lo han conseguido, y no es imposible que lo sigan intentando, pues se trata de uno de los más articulados, influyentes y valerosos adversarios que tienen en el mundo. Acaso tanto como sus ideas y su coraje, sea su ejemplo lo que atiza el odio contra ella de los militantes de Al Qaeda, el Estado Islámico y demás sectas fundamentalistas del Medio Oriente y del África. Porque Ayaan Hirsi Ali es una demostración viviente de que, no importa cuán estrictos sean el adoctrinamiento y la opresión que se ejerza sobre un ser humano, el espíritu rebelde y libertario siempre es capaz de romper las barreras que se empeñan en sojuzgarlo.
Hirsi Ali nació en Somalia, en una familia conservadora, padeció la mutilación genital en la pubertad, y fue educada en Arabia Saudí y en Kenia dentro de la más severa observancia musulmana: llevó el hiyab, celebró la fatua que condenaba a muerte a Salman Rushdie, pero, cuando sus padres quisieron casarla con un lejano pariente en contra de su voluntad, se atrevió a huir y pidió asilo en Holanda. Allí aprendió el holandés, llegó a ser diputada por el partido liberal, y desde entonces comenzó una campaña, en la que no ha cesado hasta ahora, contra todo lo que hay de violento, intolerante y discriminatorio hacia la mujer en el Islam. En sus tres primeros libros se servía mucho de su propia autobiografía para mostrar los extremos de crueldad y ceguera a que podía conducir el fanatismo musulmán y a explicar las razones de su apostasía y ruptura con la religión de su familia.
En el que acaba de publicar en Estados Unidos, “Heretic. Why Islam Needs a Reformation Now” (que será editado en España por Galaxia Gutenberg con el título de “Reformemos el Islam”) critica, con su franqueza habitual, a los gobiernos occidentales que, para no apartarse de la corrección política, se empeñan en afirmar que el terrorismo de organizaciones como Al Qaeda y el Estado Islámico es ajeno a la religión musulmana, una deformación aberrante de sus enseñanzas y principios, algo que, afirma ella, es rigurosamente falso. Su libro sostiene, por el contrario, que el origen de la violencia que aquellas organizaciones practican tiene su raíz en la propia religión y que, por ello, la única manera eficaz de combatirla, es mediante una reforma radical de todos aquellos aspectos de la fe musulmana incompatibles con la modernidad, la democracia y los derechos humanos.
Esta transformación, que Hirsi Ali compara con lo que significaron para el cristianismo las críticas de Voltaire y la reforma de Lutero, consistiría en modificar cinco conceptos que, a su juicio, mantienen al Islam detenido en el siglo séptimo: 1) la creencia de que el Corán expresa la inmutable palabra de Dios y la infalibilidad de Mahoma, su vocero; 2) la prelación que concede el Islam a la otra vida sobre la de aquí y ahora; 3) la convicción de que la sharia constituye un sistema legal que debe gobernar la vida espiritual y material de la sociedad; 4) la obligación del musulmán común y corriente de exigir lo justo y prohibir lo que considera errado, y 5) la idea de la yihad o guerra santa. A quienes se preguntan qué quedaría del Islam si éste renunciara a esos cinco pilares de su fe, Hirsi Ali responde que el cristianismo, antes de la reforma protestante, no era menos sectario, intolerante y brutal, y que sólo a partir de esta escisión la religión cristiana inició el proceso que la llevaría a separarse del Estado y a la coexistencia pacífica con otras creencias, gracias a lo cual prosperaron las libertades y los derechos civiles en el mundo occidental.
Más todavía, en los últimos capítulos de su libro, Hirsi Ali ofrece un detallado registro de reformadores –clérigos, profesores, intelectuales, políticos, periodistas– que, tanto dentro como fuera de los países musulmanes, según ella, han puesto ya en marcha esa reforma. Ella contaría con la callada solidaridad de gran número de creyentes –entre ellos, muchísimas mujeres– conscientes de que sólo gracias a esa puesta al día de su religión, podrían sus países abrazar la modernidad y salir del atraso medieval que significa, en pleno siglo XXI, seguir lapidando a las adúlteras, cortando las manos a los ladrones, decapitando a los impíos y apóstatas y considerando que, ante la ley, el testimonio de una mujer vale sólo la mitad que el de un hombre. Con mucha razón, Hirsi Ali exhorta a los gobiernos y a las dirigencias políticas de los países democráticos a dar su apoyo a quienes, arriesgando sus vidas, libran esa difícil batalla religiosa y cultural, en vez de, por razones de Estado, amparar a regímenes despóticos como el de Arabia Saudita donde perviven aquellos horrores, y otros no menos atroces, como los llamados crímenes de honor: el padre o los hermanos que asesinan a la mujer violada pues esta violación “deshonró” a la familia de la víctima.
Nada me gustaría más que creer, como dice Hirsi Ali, que esta reforma ya ha comenzado y que, en todos los países musulmanes, esa espesa tiniebla religiosa que envuelve en ellos la vida ha empezado a disiparse. Lo que me hace dudar son los ejemplos contrarios –la agravación del fanatismo y el atractivo irresistible que para tantos adolescentes y hasta niños ejercen las organizaciones terroristas– de los que da cuenta su libro. Son tan numerosos y están descritos con tanta precisión que la impresión que uno saca de esas páginas es más bien la opuesta. Es decir, que en vez de un proceso de liberación muchos de esos países, como demuestra el fracaso de la llamada primavera árabe, en vez de acercarse a la modernidad sacudiéndose de anacrónicas y sangrientas creencias, son éstas más bien las que parecen renacer, robustecerse e infectar a buena parte de la sociedad. Ella misma cuenta cómo, con la excepción de Túnez –donde el proceso de laicización parece haber prendido de veras– en ciudades como Bagdad, donde hace veinte y treinta años retrocedía el velo y muchas mujeres mostraban los cabellos y se vestían a la manera occidental, ahora es muy raro ver a alguna que no lleve el hiyab.
El caso de la propia Hirsi Ali es también muy elocuente. Cuando en Amsterdam el cineasta Theo van Gogh fue asesinado en 2004, el asesino, Mohammed Bouyeri, clavó en el pecho de su víctima una carta a Hirsi Ali advirtiéndole que ella sería la próxima asesinada por traicionar al Islam. En vez de solidaridad, ella se vio amenazada por la ministra de Inmigración de Holanda, una señora de mandíbula cuadrada llamada Rita Verdonk, de perder la nacionalidad holandesa y sus vecinos le pidieron que abandonara el piso donde vivía, pues los ponía en peligro de padecer un atentado. Ahora mismo, en Estados Unidos, donde vive, es objeto de críticas muy duras de supuestos “liberales” que la acusan de “islamófoba” y, en el seminario que dicta en la Universidad de Harvard, no es raro que se inscriban alumnos y alumnas que lo hacen sólo para poder insultarla. Debe, por eso, vivir permanentemente protegida.
Lo extraordinario es que nada de eso parece hacerle mella. Ayaan Hirsi Ali, a juzgar por este cuarto libro, prosigue, vacunada contra el desaliento, ejerciendo lo que llama “el poder de la blasfemia”, su campaña contra el fanatismo y la estupidez que envilecen nuestro tiempo y lo llenan de cadáveres, convencida de que la sensatez y la razón terminarán por imponerse a la irracionalidad y el espíritu de la tribu. Dos veces en mi vida he tenido ocasión de oírla hablar. La primera en Holanda y, la segunda, varios años después, en Washington. En ambos casos la oí exponer sus tesis con una solvencia intelectual de gran empaque y, a la vez, con una suavidad y una elegancia que daban todavía más fuerza persuasiva a aquello que decía. Y, en ambos, pensé lo mismo: qué extraordinario que sea una somalí, educada en Arabia Saudita y en Kenia, capaz de romper con el oscurantismo y la barbarie que quisieron imponerle, quien defienda con tanta convicción y tanto fuego la cultura de la libertad, la mejor contribución del Occidente al mundo, ante unos auditorios de occidentales apáticos y escépticos, que ignoran lo privilegiados que son y el tesoro que poseen, y que tenga que ser Ayaan Hirsi Ali, después de pasar por el infierno, quien venga a recordárselo.