Alejandro Deustua
17 de mayo de 2023
Para Lampadia
Frente a la inminente contraofensiva ucraniana contra el invasor ruso la comunidad internacional podría expresar mayor preocupación por las consecuencias de la guerra.
Especialmente si el multibillonario rearme ucraniano en Occidente se expresa en sofisticada y cuantiosa capacidad militar adicional, Rusia consume stocks y reservistas en dimensiones extraordinarias y las alianzas que respaldan a los beligerantes expresan clara intolerancia a aceptar derrotas definitivas de sus asociados. El escalamiento está a la vista sin otro límite que el riesgo nuclear, el agotamiento económico o político de los involucrados o los límites de un indefinido largo plazo.
Es más, frente a la inestabilidad creciente del sistema, la fragmentación evidente en diversos alineamientos y bloques económicos y con otro schock global a la vista, era de esperarse que la comunidad internacional se hubiera empeñado en atajar conflictos en que se involucran las superpotencias si las consecuencias de la invasión de febrero del año pasado aún no son superadas.
Especialmente cuando éstas exacerban tendencias reflejadas en persistentes niveles de inflación, pobreza extrema, inseguridad alimentaria, disfunción de cadenas de valor y degradación ambiental y menor crecimiento (Rogoff).
Pero he aquí que, a pesar de que 141 estados (entre ellos, el Perú) rechazaran inicialmente la invasión rusa, demandaran el retiro de sus tropas y fueran afectados seriamente por los efectos de la guerra, la propensión de no pocos estados calificados como “mercados emergentes” a no involucrarse en el atajo de la guerra se ha incrementado y hasta han desarrollado racionalizaciones para impulsar esa conducta.
Para contrariar ese impulso o para atizarlo han surgido dos bandos.
1. El primero está integrado por los miembros del G7 que se reunirán en Hiroshima en estos días. Entre otros asuntos, ellos probablemente intentarán orientar la conducta de algunos de esos países -o simplemente, cooptarlos- en relación a los dos puntos de atención bélica: Ucrania y Taiwán.
Esa no es una buena idea si la intención no toma en serio los requerimientos de una tregua con retiro de tropas y/o de un acuerdo de paz en Eurasia. Si sólo China y Brasil han iniciado intentos de intermediación siguiendo sus propios intereses o aspiraciones, por lo menos ellos muestran objetivos que los países en desarrollo (o parte de ellos) deberían proponer a los beligerantes para apurar el momento en que éstos muestren predisposición a considerar esta posibilidad.
2. El segundo convocante es un grupo de intelectuales, quizás amparados por uno o más estados del “sur global” (un neologismo que desea reemplazar al antiguo “Tercer Mundo” -y más específicamente, a la América Latina-), llamando la atención sobre su creciente participación en el comercio, la inversión y la producción globales. Pero sin diferenciar siquiera entre el no involucramiento en complicaciones estrictamente bélicas y la necesidad de tomar acción preventiva frente a los efectos de las mismas, ellos no cuentan con una propuesta apropiada para desescalar el escenario de guerra. Y ni siquiera se permiten su esbozo.
Su preocupación ronda más bien en torno a la emergencia multipolar, a una redundante agenda multilateral y a varias carencias: escasez de motivación (el anticolonialismo de mediados del siglo pasado ha desaparecido), de instituciones efectivas (el G77 subsiste a fuerza de oportunismo) y de parámetros sistémicos (no pocos miembros del NO AL ya tienen un alineamiento con China). Sin cohesión básica, que no sea la del foro o gabinete proponente, esa agrupación parece no haber tomado nota de la inexistencia de intereses comunes sistémicos entre los países en desarrollo que son partícipes también de la realidad de la fragmentación.
En épocas de guerra, esa iniciativa parece más bien un poco imaginativo artilugio diplomático-académico que juega a cierta equidistancia como si ésta fuese un valor superior a la realidad sangrienta de una invasión territorial en un escenario geopolítico crucial y a las necesidades de contener su escalamiento y mitigar sus graves consecuencias.
Entre los concretos requerimientos del caso, es claro que además de la muy posible emergencia de un Niño global, debemos prepararnos para afrontar una renovada crisis de combustibles, problemas de aprovisionamiento de insumos básicos para la agricultura, renovadas distorsiones de las cadenas de valor que afectarán el transporte, el comercio y la inversión con efectos de mediano o largo plazo.
Las consecuencias inflacionarias y eventualmente recesivas de esa crisis son graves en un contexto con poco espacio para soportar nuevos ejercicios de política monetaria, de fuerte limitación fiscal y de vulnerabilidad a los efectos de la desglobalización (que equivaldrían al 2% del PBI global si se considera sólo el impacto en la inversión, a 7% si el escenario fuera de “fragmentación intensa” y a cotas más altas si se añadiese la fragmentación tecnológica -FMI-).
Por lo demás, debe tenerse en cuenta de que, fuera del escenario de guerra, una proyección del Banco Mundial estima que los precios de los metales, luego de haber repuntado en el primer trimestre, caerían este año alrededor de 8% interanual debido a un decrecimiento de la demanda y un incremento de la oferta (BM).
Esa proyección está en línea con las proyecciones de desaceleración global (de 3.4% en 2022 a 2.8% este año con Latinoamérica cayendo de 4% % a 1.6% ese ese período) reportada en abril por el FMI.
Éstos son los problemas de corto y mediano plazo que debemos afrontar en la región que requieren de un escenario cooperativo bien distinto a la conflictiva situación actual. Y en el gran escenario externo, antes de plantear equívocas estrategias sobre el “sur global” con intereses fuertemente discrepantes, quizás la región podría expresar a los beligerantes euroasiáticos la preocupación de los latinoamericanos por una guerra agravada advirtiéndoles de sus efectos en el resto del mundo. Lampadia