Alejandro Deustua
23 de mayo de 2023
Para Lampadia
En el marco de una agenda compleja, la reciente reunión del G7 en Hiroshima concentró su atención en las prioridades de la guerra en Ucrania y la respuesta de sus integrantes al desafío chino.
Sin referir el cambio cualitativo que los nuevos armamentos llevarán al escenario bélico, el G7 ha reiterado su apoyo a Ucrania. Y teniendo en cuenta anteriores definiciones estratégicas y la nueva disposición militar del anfitrión, la referencia a China se ha planteado en dos campos.
En el global se ha reiterado la preocupación por las políticas chinas anti-mercado, de “coerción económica” y de discriminación internacional en el trato laboral y empresarial.
Y en el lado geopolítico, el escenario ha sido el regional (no global) del Indo-Pacífico concentrado en el estrecho de Taiwán y en la preocupante situación en los mares del Sur y del Este chinos.
La agenda ha incluido, por cierto, capítulos sobre defensa de principios liberales (humanitarios, democráticos, de integridad territorial, solución de controversias, defensa del régimen multilaterales de comercio) y objetivos generales (recuperación económica, desarrollo sostenible, banca multilateral, cambio climático).
Dos factores exógenos calificaron la orientación de la conferencia.
Primero, la presencia de Zelensky que materializó la prioridad mayor (y que, en apariencia, sorprendió a algunos, como a Lula, quien se negó una entrevista con él).
Y luego, la interesada invitación a selectos miembros del “sur global” (una definición antojadiza de los países en desarrollo) destinada a que éstos cedan posiciones cercanas a la neutralidad. Lo curioso es que el conjunto de sus representantes (salvo en el caso de Brasil) eran miembros del Surestes asiático, ribereños del Indo-Pacífico y miembros, en su mayoría, del G20 (Australia, Brasil, las islas Comoras, las islas Cook, la India, Indonesia, Corea del Sur y Vietnam).
Ese origen indicó que los eventuales socios del “sur global” habían sido invitados con el interés de afrontar el desafío chino de manera tanto o más intensa que la atención a la guerra en Ucrania. Tal interés corresponde a la categoría de rivalidad que presenta China para Estados Unidos (un “competidor sistémico o cuasi-paritario” según ese gobierno o una “amenaza geopolítica mayor” según la CIA), para la Unión Europea (“un rival sistémico”) o para la OTAN (“un desafío sistémico).
Si, esa apreciación es correcta, es razonable interrogarse sobre la ausencia de los países del Pacífico latinoamericano.
Sobre este punto hay tres repuestas posibles.
Primero, salvo México, ningún país latinoamericano ribereño del Pacífico pertenece al G20, agrupación que el G7 reconoce como interlocutor y socializador de políticas.
Segundo, estos países son integrantes de la cuenca del Pacífico (foro APEC, p.e.) pero no del Indo-Pacífico (muy lejos de las alianzas o alineamientos del QUAD o AUKUS, p.e.). Al respecto, nuestras instituciones no han hecho gran cosa por clarificar el punto concentradas como están en las mezquindades colombo-mexicanas de la Alianza del Pacífico que señalan cómo la fragmentación subregional erosiona el interés global de nuestro conjunto ribereño.
Tercero, América Latina ha perdido jerarquía estratégica en el sistema internacional de manera muy intensa y, por tanto, su participación es menos requerida.
Ello implica que la región no sólo no ha reemplazado ni puesto en valor cohesivo la pérdida de hegemonía norteamericana en el área. Tampoco ha logrado establecer un núcleo de poder propio cuyo vacío quiere ser llenado por terceros.
Entre éstos, China destaca ostensiblemente. Pasado el “momento unipolar” norteamericano, hoy la realidad dice que China está construyendo, con perspectiva global, varias zonas de influencia económica instrumentadas por el programa de la Franja y la Ruta. Si el desarrollo del mismo ha cubierto zonas del Asia, África, Medio Oriente y Europa, éste ya incluye a América Latina (el Perú se incorporó en 2019) aprovechando la complementación comercial y financiera sino-latinoamericana, las necesidades de estímulo del crecimiento regional y el menor dinamismo de la actividad económica occidental en el área.
Si China se ha convertido en el primer socio comercial de países como Perú, Brasil y Chile y principalísimo de otros, es claro que, en términos de generación de recursos para la región, la complementariedad comercial es positiva. Pero a costa de la persistencia de un problema estructural: una nueva relación de dependencia derivada de la exportación de materias primas y la importación de manufacturas y tecnologías sofisticadas. A China le interesa una oferta segura de minerales y de alimentos para sustentar su desarrollo industrial y tecnológico y las necesidades básicas de una población que envejece. Bajo esos patrones, el comercio con China ha crecido 17 veces desde el 2001 cuando ésta se incorporó a la OMC (Evans).
La importancia cuantitativa de ese tipo de relación se expresa en el comportamiento de la inversión china en el área que ahora representaría 19% del total (vs 3% en 2016) y que, colocando US$7/10 mil millones en 2022, compitió ese año con inversiones más sofisticadas en la Unión Europea (US$ 8.4 mil millones) y en Estados Unidos (US$4.7 mil millones) (AQ). Ese dividendo regional se deriva también de la fricción europea y norteamericana con China que produce desacoplamiento (FMI) y que el G7 dice hoy no promover.
De otro lado, si esos montos devienen en control de sectores estratégicos, el valor de la inversión cambia. Hablemos de puertos. A diferencia de su gran marina de guerra, China no tiene capacidad suficiente aún para establecer bases militares en el exterior. Pero sí para construir terminales portuarios (eventualmente de doble uso y aprovisionamiento preferencial) que extiendan su influencia global. Aquí el programa de la Franja y la Ruta (que ha crecido 18% interanual en el primer trimestre-EY-) juega un rol principal: en 2022, las empresas estatales chinas ya operaban o eran dueñas de 95 puertos en 53 países (CFR).
En América Latina el proyecto Chancay es uno de los 40 proyectos abordados en la región por empresas estatales como COSCO y Hutchinson Ports Holdings (Evans). Si ese puerto va convertirse en un “hub” en el Pacífico suramericano, ¿es realmente sensato que una de esas empresas sea dueña del 60% del proyecto?
Si la pregunta es también pertinente para los sectores tecnológico, manufacturero o de energías limpias, la conveniencia de que nuestros socios occidentales contribuyan a compensar el avance de la influencia china en la región está a la vista. Pero, como en estos predios, el G7 también puede responder con simple diplomacia declarativa. Lampadia