EDITORIAL DE LAMPADIA
Jaime de Althaus
Durante varios días la democracia representativa estuvo suspendida y sigue estándolo. Estamos en un momento de democracia directa. Las muchedumbres movilizadas no aceptarán a nadie como presidente de la República que no pertenezca al único partido que no votó por contra la vacancia. Se tendrá que dar entonces la paradoja de que el Congreso elija como su presidente al vocero no sólo de la única bancada disidente, sino del grupo parlamentario que por lo general votó en contra del resto en la mayor parte de las leyes populistas. De allí las dificultades para aceptar de una buena vez lo que la “calle” pide. Porque dicha elección sería implícitamente al mismo tiempo un voto de inhibición congresal de seguir aprobando esa clase de proyectos.
Lo que no podía ocurrir es que el Congreso se retractara de la vacancia, y Vizcarra regresara a la presidencia. Pues ello habría indicado que la movilización juvenil fue para reponer en un cargo a una persona con graves acusaciones de corrupción, desnaturalizando el supuesto sentido de las manifestaciones.
En las marchas de los últimos días se han sumado una serie de actores, corrientes e intereses políticos, incluso de manera oportunista, pero sin duda ha habido en una parte importante de los movilizados un genuino sentimiento de rechazo a un acto que fue percibido como un abuso de poder arbitrario, irresponsable y guiado por intereses particulares, que se sumaba al hartazgo frente a una confrontación política de ya casi cinco años que arruina el presente y no brinda ningún futuro a una generación que hasta pocos años atrás todavía formaba parte de un país que crecía con esperanza.
La declaración de vacancia no era inconstitucional, pero sí era irracional. Y lo que hemos tenido estos últimos días ha sido la emergencia política de una nueva generación cuyos valores son post materialistas. Valores y demandas ya no vinculados a las necesidades de la supervivencia amenazada por el terrorismo y la hiperinflación de los 80 y 90 –seguridad, empleo, ingresos-, sino a las exigencias morales propias de una generación que ha crecido en un país que ya había superado el nivel de sobrevivencia y que venía progresando de manera sostenida desde los 90. Pero que veía como ese progreso se estancaba y era amenazado por la lucha política sin cuartel entablada desde el 2016 (en realidad, el crecimiento se estancó relativamente desde hace 10 años, con crecientes sobre regulaciones que frenaron la actividad). Son los hijos de la bonanza que ven que el horizonte se oscurece en medio de la inestabilidad política y la corrupción generalizada, con el agravante de una pandemia que ha agudizado la sensación angustiosa de pérdida de seguridad económica.
Se trata, en alguna medida, de un sentimiento de defensa de la democracia liberal o constitucional en cuanto ella significa limitación al poder arbitrario. Lo que hay en el fondo, como escribí recientemente, es una demanda por un orden político que funcione y con políticos honestos y serios. Hay, en ese sentido, una demanda por una reforma política profunda. ¿Cómo canalizarla?
Lo normal en una democracia representativa sería que esta generación indignada y frustrada se incorporara en uno o varios partidos políticos para canalizar desde allí su voluntad de asegurar un sistema político funcional con actores decentes y responsables. Pero ese es precisamente uno de los grandes problemas: no tenemos un sistema de partidos. Los precandidatos presidenciales que rechazaron la vacancia podrían abrir sus agrupaciones mediante una convocatoria, pero la suspicacia es tal que ello quizá se vería como un aprovechamiento indebido, mientras la izquierda sí aprovecha para lanzar una tercera marcha nacional por una asamblea constituyente que termine de arruinar el futuro del país.
Lo que se requiere es reconstruir un sistema político funcional. Si queremos partidos serios en los que sea atractivo participar, es absolutamente indispensable restablecer la reelección congresal y sub nacional. No hay manera de construir una clase política seria y profesional ni de consolidar partidos políticos si quienes quieren hacer carrera política no pueden hacerlo. Y si no es posible tener think tanks asociados a los partidos, para que tengan capacidad de análisis y propuesta.
Pero lo que ha estallado ahora ha sido la democracia representativa, la relación con el Congreso. ¿Cómo entender la paradoja de un Congreso elegido por el pueblo pero que no lo representa? La única manera de resolverla es con un sistema electoral que me permita escoger bien, conocer a mi representante y comunicarme con él. Ese sistema es el uni o bi nominal, donde tengo que escoger entre pocos candidatos y entonces los puedo conocer antes de elegir, y sé quién es mi representante una vez elegido.
Quizá las universidades, los centros de investigación y los gremios podrían abrir un debate participativo. Lampadia